Metras o canicas
que
preservan energía y algo más
El juego de metras, trompos y volantines, asimismo, estuvo presente en mis entretenimientos
infantiles. Las metras con todas sus modalidades y variantes del redondel de la
“troya” me enfrentaron con los procesos de conservación de energía y cantidad de movimiento en choques mecánicos;
pude apreciar los choques frontales entre dos metras iguales y cómo la quieta
salía disparada y la del movimiento se quedaba clavada en el sitio de la
primera, con transferencia total de energía y momento de una a la otra; cómo, dependiendo del ángulo
de choque, se podían sacar simultáneamente dos de la troya. Aprendí a escoger el
“mate”, completamente esférico y adecuado para jugadas precisas y efectivas; a
jugar “uñita” con el pulgar montado en el índice y los demás dedos extendidos en
la arena en función de soporte y guía, dispuestos a propinar un fuerte disparo con
el índice, avalado en la tensión elástica infantil que permitían los tendones
de los dedos; o a utilizar la técnica del “chopo” para darle mayor impulso con
el pulgar montado en el índice, con los nudos de los dedos hacia abajo,
apoyados o no en el piso; a lanzarla a la raya o la troya con retruque, dándole
un fuerte giro con los dedos para que cayera cerca del círculo; a conocer las
irregularidades, desniveles y sectores curvos y planos del terreno donde
jugábamos para predecir la trayectoria, el recorrido y la detención de la metra
en el sitio requerido; a tolerar el incremento de la fricción en la superficie de
la metra por la humedad del terreno en tiempo lluvioso y añorar la mejor cancha
arenosa de la calle cuando la mamá de “Enga” nos corría de su frente cansada de
la algarabía infantil. En una de esas exhibiciones e intercambios de
habilidades con las pequeñas esféricas, una penetró por el hueco de la planta
del zapato raído de goma que calzaba para tales faenas infantiles; no sé, sí
por inocencia o picardía, pero adentro se quedó y del ruedo desapareció. Varias
veces puse en práctica esta artimaña cuando estaba quedando “rupiao”, hasta que se dieron cuentas mis
compañeros de juego y por un tiempo me impidieron compartir con ellos. En una oportunidad
presencié cómo Argenis, uno de los jugadores eventuales más experimentados, de
fuertes manos con pulgares fortalecidos con el trabajo de albañilería, de un
solo “chopazo” partió una metra en dos; la noticia corrió por la calle El Tubo
y a partir de tan inesperado y sorpresivo evento, ninguno de nosotros se quería
exponer a perder su mate con tal fenómeno de las metras. Jugando, logré
coleccionar medio pote grande de leche
Reina del Campo con metras de vidrio con vistosas hojuelas incrustadas; de
balines de rolineras de los artilugios mecánicos que botaban en el basurero de
la Indulac y que dependiendo del tamaño eran equivalentes a cinco o diez metras
normales y nuevas; de bolones de cristal, con equivalencia de cinco o dos de
las pequeñas dependiendo de si estaban reluciente, porosos o con rayones. El medio pote no me
duró mucho; el desacato de una obligación por el juego, hizo que Mamá lo
lanzara al barrial del solar vecino donde era imposible rescatarlas. Varias
noches soñé ingeniando infructuosas formas de desenterrar las metras del
lodazal.
resguardar momentum
El trompo de madera secundaba como pasatiempo en la
calle El Tubo durante la temporada de Semana Santa. Como dispositivo lúdico
llamó siempre mi atención, era mágico su funcionamiento; sin dar vuelta no se podía
mantener erguido, vertical; bastaba ponerlo a girar rápido con el cordel para verlo
parado sobre la punta, que zumbara como un cigarrón, que se deslizara por el
piso dejándolo marcado con trazas de su danzar sobre la arena, y poco a poco
disminuyera su velocidad hasta cabecear y caer. En cierta oportunidad intenté
fabricar uno con un trozo de madera pero fue improductivo mi trabajo, no bailó.
Desconocía un principio de simetría axial que se debía respetar para impedir su
corcoveo: la masa debería estar uniformemente distribuida alrededor de su eje
para darle la adecuada alineación, como se hace con las ruedas de los carros;
en consecuencia, se requería de madera lo más homogénea posible. Mucho después
me enteré de cómo funciona; parado verticalmente sobre su punta en el piso sin
girar, está sometido a dos fuerza equilibradas: una, su propio peso y la otra
la reacción del piso sobre la púa; en esta condición su propio peso lo tumba
por el torque que le aplica. Pero, parado, girando, tiene algo que los físicos llaman
momento angular y que lo mantiene en tal estado mecánico; a medida que rota, el
roce con el aire y el de la punta con el suelo disminuye su velocidad y momento
angular; es cuando entonces se hace apreciable la variación del momento angular
y el torque de su propio peso lo hace cabecear, es decir, precesar hasta caer.
Del baile del tropo dominé lo más elemental acorde a mi edad, pero presencié cómo
otros amigos lo agarraban bailando en el aire con la palma de la mano y lo
pasaban a la uña del pulgar, o pasando el cordel doblado alrededor de la punta
le daban un impulso hacia arriba para agarrarlo en el aire y posarlo con
elegancia en la palma de la mano. Durante las competencias perdí varios
trompos; recuerdo uno recién comprado, que con otro de punta larga bien
afilada, de un preciso clavao, me lo convirtieron en dos tapas. Por los cuentos
de historieta del simpático, travieso y noble negrito mexicano Memín Pinguín me
enteré que también le decían peonza y a las metras, canicas.
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