viernes, 17 de febrero de 2012

El Trompo de Madera




Capítulo inédito de:

El Trompo de Madera

Autor: Orlando B. Escalona T.

Donde el autor describe los juegos infantiles tradicionales de su época. 

Los juguetes

El tubo reemplazó mis columpios de Mene Grande; aprendí a caminar descalzo en su lomo para minimizar las caídas; me di cuenta de la necesidad de levantar ambos brazos en cruz para lograr y conservar el equilibrio. Elogiaba con asombro las peripecias de mi amigo “Guillermo Morales”, experto en encaramarse de un salto, para caminar y correr por el tubo como el mejor malabarista de circo. Fue necesario la práctica mesurada en su parte baja para adquirir cierta destreza y la confianza necesaria para aventurarme luego en alcanzar y traspasar el sector más profundo del cenagal, hasta llegar cerca de la fábrica láctea Indulac. En esa época eran contados los bombillos que iluminaban la calle; el Señor Guillo, vecino del frente, nos surtía de electricidad en calidad de alquiler para iluminar el interior del rancho con un solo bombillo, con la condición de apagarlo temprano; el presupuesto de papá no daba para pagar dos; el resto de vecinos de la calle hacía lo mismo. En consecuencia, la calle El Tubo muy temprano quedaba en tinieblas y me servía para el deleite del cielo nocturno del pueblo; me acostaba boca arriba y así permanecía largos ratos contemplando la infinitud de la bóveda celeste con sus incrustaciones titilantes; quizás esto definió en parte mi profesión futura.

No tuve juguetes comerciales, sin embargo como el juego era parte fundamental de mi existencia de infante, algunos tuve que diseñarlos y construirlos a mi manera. Así que, los potes vacíos de leche Reina del Campo con sus respectivas tapas, constituyeron mis primeros equipos de juego; los rellenaba de arena, metía un alambre galvanizado por orificios perforado en el centro de la base y la tapa, y los arrastraba con una cabuya por los caminitos que previamente había hecho en el patio del rancho; también los conectaba entre sí con alambres hasta formar baterías de tres o cuatro y los arrastraba por los senderos prediseñados; la arena en su interior los hacía más pesado y podían rozar con el piso y rodar con facilidad sin deslizamiento. También ponía en el enlosado del rancho, varios acostados en fila, uno paralelo al otro, y les colocaba encima una tabla larga donde me montaba para deslizarme, gracias a un fuerte impulso logrado con las manos. Una navidad hice un agujero en la base de un pote de leche y coloqué en el fondo un poquito de carburo para madurar plátanos; le lancé un escupitajo de saliva y cerré rápidamente el pote; a continuación, acerqué al orificio del pote un fósforo encendido, amarrado en el extremo de una vara larga para no quemarme; el retumbe de la explosión fue equivalente a un triquitraque cuando el hidrógeno desprendido de la reacción entró en combustión con la llama; Mamá al darse cuenta de mi primer experimento de química, me prohibió repetirlo.

          Igualmente, las tapas de los potes de leche sirvieron de ruedas a mis primeros carritos hechos con tablas del basurero de la fábrica. Las tapas metálicas de las latas de mantequilla con forma de disco perfecto, circulares y planas, que desechaban en el basurero, se convirtieron también en elementos del juego de lanzamientos de platillos volantes; en tal sentido, se le hacían dos suaves dobleces con las manos para preparar su aerodinámica antes de lanzarlas por los aires; se arrojaban horizontalmente imprimiéndole un fuerte giro; el reto era, conseguir que planearan con vuelo horizontal para lograr grandes desplazamientos curvos  por encima y lejos del cenagal. Asimismo las usábamos como reflectores de la luz solar en pleno mediodía para enviar pulsos de señales luminosas de un sitio a otro, aprovechando sus superficies metálicas especulares. No faltaron las desagradables cortaduras en los dedos con sus afilados bordes.

El rin de bicicleta rodando sobre el piso bajo la batuta de la varita de madera para garantizar su equilibrio, formó parte de nuestras competencias en la calle; al igual que los runches de chapas de refrescos con bordes afilados para el corte efectivo durante las contiendas o los cien ensartes consecutivos con emboques o perinolas de madera; no faltó, el carrito de cuerda hecho con “carreto” de madera, liga elástica y el taco de vela de alumbrar, ascendiendo por senderos infranqueables del imaginario infantil; tampoco, la potencia elástica de la onda con la horqueta de palo de limonero y caucho de tripa de bicicleta, para revolotear con piedras las bandadas guainies o zamuritos por los camellones de los caseríos y los terrenos baldíos aledaños al pueblo. La actividad de coleccionar objetos, por igual nos entretuvo en nuestras infancias; cuando llegó la moda de coleccionar papel de cajetillas de cigarro de diferentes marcas, éstas desaparecieron de las calles del pueblo y no se conseguían “ni pa` remedio”. Se desdoblaba la cajetilla y se extendía con cuidado para alisarla con la mano; luego se le hacía un pequeño doblez a lo largo por ambos lados, se plegaba por la mitad y agrupaba con la paca de la incipiente o ya robusta colección. La forma de conseguirlas era a través del intercambio con otros muchachos, mediante las apuestas en los juegos de carta, trompo y metra, o gracias a la generosa donación de un conocido fumador de quien se estaba pendiente hasta que soltara la caja vacía; durante la espera era común la pregunta “¿Cuántos te faltan?, vai chico, apurále, fumátelos”. El común, de menor valor, era el Fortuna y el más cotizado el Vicerroy. 

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