Desafío de alturas y ventiscas
con
volantines, papagayos y cometas
Como de costumbre, al culminar el periodo escolar los multicolores
y vivaces volantines surcaban los cielos del pueblo, desafiando la altura del
tubo de la Indulac
para anunciar el descanso vacacional. El ingenio infantil aseguraba la sana
diversión con los materiales más cotidianos para construir tales artilugios
aerodinámico; la caña brava y la palma real eran la materia prima de las
varillas de la estructura, el papel periódico o de envolver alimentos en los “gatos” reemplazaban al papel seda, la
miel de la pepa de caujaro al pegamento de almidón; eran imprescindible, el
rabo de trapo viejo para el equilibrio y el noble hilo Elefante número ocho por
su probada fortaleza en soportar fuertes ventiscas. En caso de extrema carencia
o por el simple apremio, una singular hoja de papel doblada a lo largo de los
bordes con su frenillo en v, del cuaderno que se dejó de usar ese año, igualmente
ascendía los cielos bajo la mirada atónita de la muchachada. También hice mis
propios volantines, con todos esos los materiales y papel seda con engrudo de
almidón. Adquirí cierta destreza en el manejo de su clásica geometría hexagonal
y romboidea; para el amarre de las dos varillas cruzadas en cruz de San Andrés,
más el tercer travesaño horizontal para agregar dos puntas adicionales hasta
formar la figura hexagonal; requería de un buen amarre central que asegurara
bien las tres varillas para luego lanzar hilos desde las puntas y formar los
lados; al cubrir la estructura, era imprescindible cortar y pegar el papel con
caujaro fresco recién tomado de la mata, sobre el piso de cemento para que no
se ensuciara; dejarlo secar al sol una hora para deshidratar el pegamento y disminuir
su peso; tender el frenillo con dos hilos desde las puntas superiores y otro
desde el centro para amarrarlos luego, simétricamente; colocar un hilo en v para
el soporte del rabo de tela vieja liviana en la parte inferior. Al final,
cruzar los dedos para que el viento soplando se mantuviera y levantar pudiera
tan alto como el hilo diera, la obra producto de la destreza infantil de ese
hermoso e inolvidable día. No era conveniente elevarlo corriendo porque “se ponía correlón” y aunque el viento
fuera intenso, después no ascendía, argumentaban los muchachos. Había que
esperar una brisa fuerte para verlo ascender con prontitud; en ese instante el
volantín cobraba vida propia y se quería independizar de su dueño; pedía hilo y
había que soltárselo poco a poco para que ascendiera más y más a los altos
cielos; pretendía penetrar en las blancas nubes para sentir sus húmedas gotas
cristalinas, pero los hilos no alcanzaban; se podía observar su incesante jugueteo
con la brisa y sentir sus ráfagas con los golpes de tensión del hilo sobre la
mano; había que domarlo con precisos movimientos del brazo y comandarlo hacia
donde uno quería que se posicionara. Ya en lo alto, impulsado por el viento, se
podían enviar mensajes portadores del secreto del deseo de ese día, con
arandelas de papel a lo largo del hilo; o poner a prueba la cola con su carga
de hojillas de afeitar para guerrear con otros preparados para las mismas
lidias. Al menguar el viento, empezaba la recogida rápida del hilo antes de que
cayera por su propio peso; algunas veces no daba tiempo de enrollarlo en su
carreto y se formaba la indescifrable enredina con nudos por doquier, si no se
sabía distribuir apropiadamente a medida que caía al piso; en cuyo caso el
corte y el posterior amarre era la mejor solución para recuperarlo. Al bajarlo,
quedaba la satisfacción de haber construido, elevado y sorteado las
dificultades del viento y la esperanza de un nuevo amanecer para emprender otra
vez la faena y superar los retos pendientes del día anterior. Algunas veces, el
hilo no soportaba la tensión generada por los vientos y cedía; más temprano que
tarde, se emprendía el correteo de la muchachada con la vista levantada para
precisar su caída a varias calles de la nuestra, rogando que no quedara
ensartado en la rama de un árbol, cable de electricidad o que otro pequeño lo
recogiera primero y resguardara en su colección privada.
En Carorita presencié y disfruté de los volantines
construidos por Pedrito; no eran las tradicionales figuras planas del diamante
y el hexágono, sino sólidos geométricos tridimensionales sin rabos, con mucha
estabilidad y de construcción más laboriosa; me correspondía sostenerlo
mientras él lo elevaba con soltura y precisión de aeronáutico experimentado. Con
esos diseños ya mostraba su gusto por el dibujo y el dominio del espacio. Nunca los pude construir en la calle El Tubo.
Con seguridad, el por qué del vuelo de los volantines
estuvo rondando nuestras inquietas mentes infantiles. Hoy podemos afirmar que el
volantín vuela gracias al impulso del viento al golpear su superficie. El aire
al incidir en el borde superior de ataque se divide en dos: una parte se mueve
por la superficie superior con mayor velocidad y otra por la inferior más
lentamente; el decir de los físicos es que “mientras
mayor sea la velocidad, menor es la presión que ejerce el aire en movimiento
sobre la superficie”; en consecuencia, la presión por arriba es menor que
por debajo y aparece una fuerza ascensional que lo empuja hacia arriba
superando bastante en magnitud al peso. Se requiere de otra fuerza que lo
sostenga, ésta la ejerce el hilo con la tensión. No obstante, si el volantín
carece de estabilidad no vuela; ésta se
logra con el adecuado posicionamiento del frenillo y el rabo, en caso de que lo
tenga.
Sin saberlo, estos juguetes me iniciaron en el mundo
de la ciencia. Es indudable, cómo la experimentación desde los primeros años de
infancia y la construcción de conocimiento significativo mediante el
autoaprendizaje, logra definir vocaciones.
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