martes, 25 de agosto de 2015

Palabrería, frases, mitos, mejunjes y leyendas

Tomado de "El Trompo de Madera" de Orlando B. Escalona T.
http://senderospedagogicos.blogspot.com/p/orlando-b.html

En nuestro hogar nunca faltaron las palabras raras, las frases aleccionadoras, las historias de fantasías con seres fantasmagóricos del imaginario popular con las que nuestros padres nos entretenían y controlaban. Bañarse un Viernes Santo después de las tres de la tarde era exponerse a que la piel se recubriera de escamas de manamana; menos aún en el cauce de los ríos, donde algunas veces nos bañábamos, porque “Se podrían convertir en pescaos”, nos decían. Recuerdo como mi querida Madre me protegía de una posible indigestión después de las comidas con su consejo de no leer después de las mismas. También me insistía: “Hijo, no aguante tanto sol porque le puede picar un tabardillo”; aunque jamás entendí su significado cuando pequeño, atendía su solicitud diligentemente. Al igual que jipato y chimbombo; cuando uno dormía un poco más de la cuenta, parecía que se le hinchaba la cara y nos decía: “Levántese ya, que se va poner jipato y chimbombo”. Al enterarse de la enfermedad de un vecino manifestaba con jocosidad que había que tener mucho cuidado porque “Cuando la pata se hincha, la sepultura relincha”. 

De noche era prohibido saltar por encima de las fogatas que se hacían para correr los zancudos, porque era casi seguro que amanecía mojada la hamaca. La borra del café no se podía pisar por la mavita que le caería a la familia; me la mandaban a botar en la pata de las matas lejanas. Con la asomada del primer trueno y relámpago con la tormenta que se avecinaba,  Mamá corría a tapar el único espejo que teníamos con una sábana o toalla mientras replicaba a viva voz con un “¡Santa Bárbara bendita!”; tal recomendación de Benjamín Franklin se extendió hasta nuestro lar. Mientras, Papá preparaba su cruz de cuchillos para desviar la tormenta hacia otra región; algunas veces la pegaba. Si la tormenta no cedía, Mamá pelaba por la Vela de la Candelaria y nos encomendaba a todos los santos con su catajarra de plegarias. Cuando Alex y Néstor me iban a buscar para emprender nuestro acostumbrado paseo sabatino por el Malecón de la Orilla de San Carlos, me encomendaba a todos las santidades con las siguientes expresiones: “José Gregorio bendito me lo bendiga y favorezca, San Marcos de León me lo libre de los malos peligros, la Virgencita de Coromoto me lo lleve por el buen camino…”. Sí la chupita entraba a la casa, un familiar nos visitaría; con la caída del cuchillo se esperaba un caballero, o una dama si era la cuchara; el tenedor quedaba para las bromas, y sí coincidía con la entrada de un caballero, surgían los comentarios. Cuando el canto del Guaco resonaba por más de tres veces, inmediatamente sentenciaba: “¡Ave María purísima!, ese pájaro de mal agüero trae mala seña”; y recordaba con tristeza cómo el pájaro avisó tres días antes la lamentable pérdida de Ramoncito, mi hermanito menor. Sentimos el rondar nocturno de La Llorona y el Ánima Sola por el patio de la casa con los lastimeros aullidos de los perros; cuando percibíamos su “¡Ave María purísima! entremezclados entre susurros con otros ruegos, nos enrollábamos con rapidez en la hamaca aunque el sofoco nos sancochara toda la noche. Nos comentaba que en esos momentos ni por un pienso se nos ocurriera mirar por las rendijas de las paredes hacia la oscuridad del patio. Las oscurantinas nocturnas siempre limitaron nuestras visitas al patio después de las ocho; no olvido las erizadas de piel cuando el mínimo bamboleo del matorral se transformaba en toda clase de visiones que cobraban vida en nuestra infantil imaginación. En nuestro rancho de la Calle el Tubo también se entretejieron historias interesantes. En esos días sólo disponíamos de un bombillo para alumbrar su interior, así que el patio permanecía en completa penumbra cuando la vecina apagaba el suyo. Una que recuerdo en particular, era la del “aparecío” en el fondo del patio bajo el amparo de sombras nocturnas. Algunas veces se mostraba como una tenue luciérnaga que se movía en el mismo sector del patio; otras, era una difusa y fugaz silueta que surgía entre las sombras del patio vecino de la vieja Ramona, se paseaba por el nuestro y se esfumaba hacia el solar lindante de la calle Aurora. Mis recuerdos no registran el comienzo de su primera aparición, pero un sábado Papá lo visualizó bien entrada la noche en nuestro patio paseándose levantado una cuarta del terreno. Desde ese momento, con la tajante certificación de Papá, nadie dudó de su existencia y traspasar la puerta trasera del rancho requería de un acompañante con mucho valor; a partir de entonces, los baños al final del solar se tomaron antes de la caída del anochecer. Sus apariciones resistieron la presencia del señor Matías, único curioso del pueblo, conocedor de las herramientas apropiadas, y experto en aplicar oraciones y ritos para  desarticular los conjuros previos del difunto enterrador, dueño del tesoro,  y en diseñar estrategias para enfrentar tales desconocidas e imprevistas fuerzas etéreas; quién en compañía de Papá y mi cuñado Nerio, pasearon la “aguja” a las doce en punto de la noche del Viernes Santo por todo el patio en búsqueda del indiscutible entierro. A pesar de que encendieron la vela de la candelaria para alejar los malos espíritus saboteadores del acto, de haber rociado con abundante agua bendita para la protección de los presentes el lugar preciso señalado por el vaivén de la aguja, de trancar el entierro con cruces de palma bendita para impedir su desplazamiento, el boquete que abrieron en la tierra a punta de barretón y pala sólo mostró un pozo de agua en el fondo a la luz del pabilo bendito. Fue quizás la mala intensión de uno de los presentes o la incredulidad de otro sobre la trascendencia del acto; tal vez la aguja no contenía suficiente azogue o el “fuerte” de plata vertido en su interior no estaba bien amalgamado; a lo mejor fue el mismo temor de enfrentar fuerzas desconocidas. No encontraron nada, ni siquiera carbón que diera a pensar que el tesoro fue convertido en el negro vegetal por los malos pensamientos de alguno de ellos; quizás el difunto no quiso cederlo a ninguno de los buscadores y lo corrió a otro lugar de los patios. También pensaron que no esperaron el tiempo requerido o cavaron en sitio equivocado. Mientras tanto Papá culpaba a Nerio de su incredulidad, y de que no se habían cumplido con los tres responsos previos requeridos para el descanso del alma del difunto, o de que no se confesaron con antelación para emprender la búsqueda. Lo cierto que es que el apetecido entierro se esfumó, se volvió sal y agua, y sirvió para acentuar nuestros temores a la hora de salir al patio a realizar las acostumbradas necesidades.
     Otro caso que llamó nuestra atención cuando muchacho, fue lo sucedido al niño vecino. Con sólo seis años, Alberto se había convertido en uno de los carajitos más traviesos de la calle. Aquel vivaracho, catirito, barrigón y bellaco muchacho estaba sentenciado con que algo le sucedería por sus continuas travesuras. Una noche durante el juego de "Cuarenta matas" salió disparado del oscuro escondite elegido a final de la calle El Tubo, como "alma que lleva el diablo", y quedó tendido frente al rancho; su cabello dorado se le convirtió en cenizo y de su blanca carita se escabulló la sangre. Cuando reaccionó, sus ojos saltones señalaban hacia la oscurantina de donde lo correteó un inmenso perro negro de ojos enrojecidos que soltaba llamaradas por el hocico. Tal suceso acabó con el conteo de las cuarentas matas y demás juegos nocturnos, por un tiempo, en nuestra calle.
     Cada año nos sometían a las purgas para eliminar parásitos y lombrices con frascos de vermífugo colombiano mezclado con frescolita, para enmascarar su nauseabundo olor; otras veces nos daban sal de epson o aceite de ricino con jugo de naranja a las seis de la mañana. La flema en el pecho nos la combatían con manteca de gallina que Mamá preparaba de los gallinas gordas recién sacrificadas, y que conservaba en un frasco de vidrio. El asma me la aplacaba Papá con tres cucharadas del mejunje preparado y vertido en un coco seco, después de tres meses de entierro bajo tierra en las fincas donde laboraba, y con cataplasmas de vaporub en la espalda y el pecho durante todo el día y la noche. A mi hermana Ara le arreglaban su mal carácter con tres guamazos en las piernas con ramas de verbena verde. Las picadas de avispas y abejas las solventaban con un parche untado de caraña o chimó; la insistente tos nocturna con una embarrada de querosén en el pecho. Para el enrojecimiento e infección de los ojos, Papá se aplicaba dos gotas de limón puro en cada uno; Mamá acondicionaba su negra y hermosa cabellera con la pulpa de aguacates podridos untada por varias horas. Por supuesto, no faltó tampoco el infalible Mentol de caja rojiblanca para picaduras y afecciones respiratoria. La miel de abeja recolectada por Papá se consideraba una reliquia bajo resguardo, y era de vez en cuando que la saboreábamos con el mínimo malestar de garganta; para tales afecciones, también nos aplicaban tocamientos en la garganta con una gaza untada de azul de metileno para combatir su irritación.  Si no cedía, acudían al primer antibiótico existente en ese entonces para atacar las infecciones, en cuyo caso Mamá ponía a hervir durante quince minutos la inyectadora de vidrio con su respectiva aguja y nuestra hermana Conía no aplicaba la inyección de penicilina.

Inyectadora de vidrio de Eliconida en su trabajo de enfermería en el Batey. Al fallecer, Mamá la hereda; Nerio Viejo es su actual depositario.

     A los cinco años me trataron la hernia en un testículo mediante un ritual. Papá hizo la respectiva solicitud al palo matías con una oración; colocó mi pié sobre el tronco del árbol, y con el cuchillo recortó parte de la corteza con la forma y tamaño de mi planta. La plantilla obtenida la colgó de un alambre sobre el fogón de leña para que secara con el humo y calor. Se creía que a medida que fuera  encogiéndose la plantilla, ocurriría lo mismo con mi hernia. Así que, cada cierto tiempo revisaba mis testículos a medida que la plantilla se encogía. Parece que funcionó.

Funcionarios de Malariología de los años cincuenta.

   En el monte, en las fincas surlaguense, cada vez que en la lejanía del camellón visualizábamos la silueta grisácea con casco plateado del inspector de Malariología sobre su fornida mula, sentíamos nudos en la garganta con sólo pensar como tragar la dosis de pastillas de quinina que nos correspondía ese mes, para la prevención del paludismo; aunque también nos animaba el exquisito caramelo con el cual nos premiaban posteriormente. Funcionarios que también se encargaban de rociar las viviendas con DDT para controlar el mosquito transmisor. !Qué época aquella!


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