Obra del pintor surlaguense José Trinidad
Dedicatoria
A mis
hijas
e
hijo,
nietas
y
nietos.
Agradecimientos
A mi Padrino de Promoción de Bachillerato Dr. Darío
Novoa Montero, consagrado médico, investigador y escritor surlaguense, por
su rigurosa y exhaustiva revisión de todo el contenido del texto. Al insigne escritor
y poeta surlaguense Alexis Fernández, amigo y hermano incondicional, por su
inspiración, ejemplo y persistente motivación para la consolidación de mis
andanzas juveniles, donde en muchas fuimos copartícipes activos en el lanzamiento y rotación del "Trompo de Madera", y a quien debo su título. Me enorgullece profundamente la amistad,
asistencia y comprensión de estos consagrados "Hijos Ilustres del Sur del
Lago".
A manera de proemio
No es el historial de mi
vida, es un intento de reconstrucción de recuerdos de mi infancia y
adolescencia; pretende dar cuenta de las relaciones con mis familiares y
amigos. Es de consumo interno; dirigido a mis hijas e hijo, nietas y nietos, yerna y yernos, y sobrinos. Evoco a mi memoria, tengo algo que contar; vivencias del diario
compartir con mi familiares y amigos de la infancia y adolescencia, experimentadas
por cualquier muchacho de la triada temporal cincuenta-sesenta-setenta en
sectores de mis añorados caseríos ferrocarrileros y pueblos zulianos. Escrito
en primera persona tal como retumban en mis sentidos, sin pretender profuso
protagonismo; sólo como ejercicio de escritura fugaz; como singular
reconocimiento a toda mi maravillosa familia por el acompañamiento y apoyo dispensado
durante el tránsito por el sendero de la existencia.
De
mi memoria afloran fulgurantes reminiscencias infantiles y juveniles. Todas reclaman
trascendencia en este imperioso arqueo vivencial, gracias al ejercicio nocturno
practicado durante mis últimos años de existencia: recordar, escrudiñar y
forzar lo más recóndito del pensamiento a retomar el presente, invocar
situaciones pasadas. Agradables emociones las he revivido, aunque también
circunstancias con alta carga emocional han surgido. La autoría de mi familia
es notoria en todo el relato; sin las precisas remembranzas de mi hermana,
cuñados y sobrinos, no hubiera concretado muchas de las vivencias descritas.
De antemano manifiesto
que, mi vida infantil estuvo colmada de momentos de suprema felicidad gracias a
la permanente atención de los sublimes seres a quienes debo mi existencia; por
ende, la tranquilidad siempre me acompañó a pesar de las acentuadas carencias
materiales. Cuando niño, nunca tuve conciencia de que vivíamos en esa condición
deshumanizante que catalogan como pobreza extrema, producto de las
desigualdades promovidas por algunos sectores sociales. Jamás observé rasgos de
maldad alguna en mi familia. Mi inocencia y el amor de mis padres resguardaron mis
vivencias de todo dejo de tristeza. La infancia la viví en plena libertad en un
mundo natural a la usanza campestre, exenta de marcas, modas y angustias. La
aparición de algunos temores y preocupaciones intrascendentes, se remonta al inicio del
bachillerato al relacionarme con otros compañeros de estudio; sin embargo, mi pronta
y oportuna ubicación en el contexto social imperante, gracias al respaldo
incondicional de dos grandes amigos, me permitió sobrevivir la adolescencia sin
significativos traumas. En general,
puedo afirmar que en mi infancia y adolescencia predominó el amor y la dulzura
de mis padres, hermanas y mi Tía, quienes
siempre me prestaron una atención especial.
Presentación personal temprana
Para Sofía
Vengo del "Veintidos". Aún siento en mis alpargatas polvorientas los camellones engransonados de la vía ferrocarrilera y las haciendas del sur del lago, donde laboraban mis queridos padres. Dispongo del gen cimarrón de los ancestros de mi progenitor en mi piel curtida por la brisa y el radiante sol zuliero; el sello originario andino materno persiste en mis andanzas. Cuando pequeño, me desplacé por el entramado de caminos de la carretera negra con sus afluentes de camellones. Supe que el "El Cuarenticinco", "El Dieciocho", "El Treinticinco", Los Cañitos, "El Quince", fueron florecientes estaciones del tren. Alternamos también con Janeiro, Caño Blanco, El Chivo, Concha y Cuatro Esquinas. No me es ajeno el mastranto de vaquera, los bramidos entre cantares de ordeño, y la espumosa leche tibia al sol naciente. Disfruté de la dulzura del mango entre piruetas en su ramaje. El canto del gallo y el trino del pitirrí me lanzaban al día, y las sombras estiradas del sol poniente le ponían en pausa. El sofoco diario se apaciguaba con querencias de mis seres queridos. Observé trazos de aguaceros sobre el terrenal del patio; me zambullí entre perlas cristalinas en chaparrones de invierno, y sentí el salpique de la lluvia sobre mi cuerpo y faz; probé sus aguas en los caldos de Mamá y en el aguita de panela de la tapara de Papá. Contemplé la ocre serpentina de las aguas apacibles del Escalante enrumbadas a la cuenca lacustre en búsqueda del relámpago silente. Con nostalgia reconstruyo las níveas piraguas pincelando el malecón de la Orilla, al contraste de la larguirucha chimenea de la fábrica láctea. Aún percibo las frecuencias de sus pitos sonoros, aún escucho el júbilo a sus llegadas y las despedidas tristes de las partidas. Degusté la pulpa ferrosa del bocachico, el bagre blanco, la manamana y el armadillo con aderezos de achote recién colado, donados por el noble rio. Saboreé, por perro caliente, al maduro espolvoreado con queso añejo; mis pizzas fueron de cachapas con queso aguaíto recién liberado de la prensa de turno donde Papá trabajaba. En vez de hamburguesas, deleité mi paladar con arepas de plátano verde cocío en brasas de fogón de leña. Degusté la mantequilla escurrida en plátano verde asao con queso blanco, en suculentas cenas de Teodora y Balbina. Las aventuras de mis héroes favoritos tenían por teatro la espesura del platanal y los matorrales del potrero. El aroma vegetal, entremezclada con humus de cultivo, era mi fragancia diaria. De ahí vengo. Participé en algarabías de pelotas, metras, trompos y emboques en mi calle El Tubo; armé volantines para retar al viento. Practiqué lucha libre para emular enmascarados, usé capas para volar sobre las esperanzas, y di correteos en juegos de cuarenta matas. Monté a caballos en camellones y potreros abiertos; jugueteé entre corrientes y pozos apacibles en caños de la panamericana. Tuve erizadas de piel con sombras nocturnas imaginarias. Huí de peleas callejeras y escolares; mi hermana me defendía. Correteé gallos, gallinas y pavos en patios y platanales. Tumbé un cristofué con la honda de turno, sin puntería premeditada. Atrapé torcasas con trampas de caña brava. Presencié la eclosión de pollitos en nidos del montarascal. Monitoreé nidos de pajaritos en copitos de acacias y cañafístulas en arboledas de los potreros. Hice peripecias sobre largos tubos en campos petroleros, y en la calle de mi barriada. Los cantos vallenatos de Escalona, entre estirones y apretones de acordeón y rasgueos de charrasca, percolaban mi piel y me hacían contornear las canillas en el piso de mi vecina colombiana. Contemplé pistas de carnavales adornadas con negritas y enmascarados; deambulé en procesiones de semana santa. La sonoridad persistente del pito de la Indulac aún retumba en mis tímpanos y me remontan al fin de año. Añoro la bondad, gentileza y dulzura de mis Padres; sus amores aún hacen presencia en mi ser profundo. También vengo de ahí, de sus rectos procederes, y sus sabias y humildes enseñanzas. En tiempos del liceo, la química revuelve mis humores, y se asoman incipientes destellos de amor púber. Compruebo que la amistad con hermandad profunda es posible con Alex y Néstor. Tuve la dicha de leer a edad temprana Así se templó el acero de Nicolai Ostrovski, mi primera novela socialista, donde me entero de otro orden social posible. Me gustaron las novelas de Dostoyevski como Crimen y castigo. Casi de inmediato vino Demián, Sidharta y El Lobo estepario de Hesse; Espartaco de Howard Fast y Así habló Saratustra de Nietzsche. Me aventuré con El Amor, las mujeres y la muerte de Shopenhauer, pero me confundió la vida y no lo entendí. Otras, y otras más... Me inicié en el cálculo diferencial y empecé a valorar la genialidad de Newton y Leibniz. Por vez primera vi plasmada sobre la pizarra las leyes de la mecánica y el electromagnetismo, esculpidas por la mente creativa de un físico titulado en mis estudios universitarios; aún a ese nivel inicial, me abrumó la profundidad de los planteamientos científicos. Me di cuenta que sí podía entenderlos y manipular sus leyes; sentí que andaba por buen camino. Mientras, alterné con atención a clientes en mi desempeño de portero, mesero y recepcionista en los espacios turístico de Mérida. Aparecieron mis primeras angustias entre leer, estudiar o trabajar para garantizar mi sustento. Mi hada madrina, la Tía Carmen, me acobijaba con su bondad inmensurable. Se instaura la cultura oriental en las mentes juveniles y me absorbe; me inicio en yoga y literatura esotérica. Hasta que la acción meticulosa del conocimiento académico científico la destrona por siempre de mis pensamientos. Necesitaba la comprobación para creer. No estoy seguro si fue una bendición. Empecé a emular a los científicos consagrados. Aparecieron los primeros modelos en mi mente. Se me trasmutan las ideas con el mundo microscópico y sus nuevas leyes; me demuestran que son otras que lo gobiernan. Me muevo entre las leyes clásica de la física y las modernas del mundo atómico. Nuevos paradigmas aparecen. Se acentúan mis inquietudes por entender el Cosmos, por qué el Sol brilla y se mueve, el porqué de las noches estrelladas que me embelesan. El raudal de incógnitas se seguían acumulando sin respuestas definidas.
Capítulo
I
En Mene Grande
La partida
Las emigraciones, independientes
de las causas que las generan, conllevan a cambios, transformaciones en la
estructura social del núcleo familiar; en particular, aquellas emigraciones inesperadas
ocurridas por eventos incontrolables debido a tragedias naturales o pérdida de
algún miembro del grupo familiar; asimismo, pueden sobrevenir con el simple
propósito de buscar mejores condiciones de vida en otros espacios sociales. Aunque,
en mis primeros años de existencia, mi familia estuvo sometida a las continuas
peregrinaciones por el campo por el singular estilo de trabajo de mi Padre, aún
en las circunstancias más difíciles, sus efectos siempre eran superados con
acierto. En cierto modo, estábamos acostumbrados a las mudanzas y otra más no
representó ningún trauma significativo; la misma, la asumen mis padres con
valentía, sabiduría y humildad, a pesar de la imprevista causa que la
suscitó.
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Sobre este
contexto, evoco con más intensidad el momento en que, entusiasmado, me
visualizo sostenido de las barandas de un pequeño camión al lado de mi Papá, un
insoslayable día de aquel agosto de 1961, rumbo a Santa Bárbara del Zulia, mi
tierra natal del río Escalante, rodeada de prósperas haciendas con extensos platanales
y ganado vacuno. Emigrábamos, dejábamos la casa de la Tía Carmen, quién solidariamente
nos cobijó durante dos consecutivos años. La Tía, mi querida hada madrina, la
de mi Madre, Padre y dos hermanas; nos separábamos también de Pedrito, mi apreciado
y predilecto primo hermano. Retornábamos al Sur
del Lago, territorio donde nací y estuve hasta 1959, antes de emigrar a la
tierra de los campos petroleros, bastión económico de nuestro país.
Persistencia nítida del “Evelina, llevate
la lata de zinc que de algo te va servir; no te olvidéis de la mata de caucho
pa’ que le echéis al almidón de planchar”, pronunciada antes del hasta
luego y el “No me olvidéis, me escribiys
hermanita” de la Tía, conservo en
mis remembranzas infantiles de tan singular momento. Sabía que deberíamos
separarnos de Tía Carmen y Pedrito. Un evento ingrato e inesperado bifurcó
nuestro sendero; el accidente de Tío Antonio
resonó durante varios años de mi infancia. Repetidas veces escuché lo sucedido
en las conversaciones familiares; cinco de la tarde, retumba la puerta de la
casa en Carorita y dan aviso a Tía del choque automovilístico que Tío había
tenido. Se mantuvo firme durante tres días tratando de ganarle al destino; todo
fue infructuoso, recibimos la noticia de su fallecimiento. Cosas de la vida,
hacía poco que regresaba con la Tía, con su maleta y su perro pastor alemán
Boby. Existía la expectativa de que fuera para siempre, sin embargo, otros
designios impidieron tenerlo más tiempo. De haber sabido no va con sus amigos,
lo fueron a buscar y aunque no quería ir, agarró su Chrysler beige y emprendió
el viaje sin retorno. Durante su velorio en la casa de Carorita se escucharon los
aullidos de Boby, sostenidos con nostalgia como señal de la ausencia de su
amigo; por cierto, en un momento de descuido se liberó de la cadena y se montó
en el féretro del finado Tío. A las semanas siguientes del entierro, el solidario
pastor alemán emprendió el viaje en busca de su amo. Durante las exequias, Tía
vistió el traje negro con todos los atuendos, guantes y sombrero con velo, impuesto
por la tradición para esos momentos de indescriptible dolor, y a partir de ese ingrato
evento nunca se quitó el medio luto a fin de honrar el nombre de su amado Antonio,
como algunas veces me confesó, varios años después, durante nuestras tertulias
vespertinas en el pasaje Muñoz en Mérida. En aquel entonces se usaba el
registro fotográfico en blanco y negro para recoger recuerdos de los actos
fúnebres de familiares. Algunas de esas fotos la conserva Pedrito, y otras de
la misma colección, junto con cuadros enmarcados de la familia, la destruyó una
de las crecidas del Escalante en Santa Bárbara.
El
último acompañamiento de
Pedrito a Tío Antonio,
a su morada eterna.
Carorita de Mene Grande
Parte de Mene Grande. En
primer plano se aprecia el campo
Carorita según imagen tomada con Google Earth.
Carorita, campo petrolero de Mene Grande,
fue mi primer contacto prolongado con la civilización. La de vaporosas calles de
asfalto encendido, la de mi primer cine y columpios, grupo escolar y comisariato,
la de Pedrito, Tía Carmen y Tío Antonio, la de Pei y mi amable larguirucho “Padrino
de Confirmación” Adelso Boscán, la de nuevos amigos infantiles, la del espacio
para la cacerías de tortolitas y rabo bancas con mi hermano Pedrito por los
alrededores del sector, la de rodillas y codos raspados con el asfalto de las calles
cuando montaba la bicicleta de Pedrito, sin aún alcanzar la barra, para hacer
los mandados de la Tía; la de mi primera bicicleta de cadena, regalo del
amiguito vecino cuando le compraron otra más grande y que pude arreglar con
llantas viejas recortadas de las ruedas de mi primo, la de diarias trifulcas
con Ara, Aya y Pedrito por la exquisita “raspadura
de la olla”, restos de los manjares preparado por la Tía. En ese añorado pueblo, conocí el primer árbol de navidad de rama
seca natural salpicado con nevado de jabón burbujeante e intermitentes
bombillitos multicolores, armado por la Tía con ayuda de Mamá, bajo el ritmo de
los primeros villancicos y gaitas de parranda navideña, burda imitación de los
importados por los ejecutivos petroleros gringos al inicio del proceso de transculturización
norteamericana para celebrar el invierno del norte. Antes estuve disfrutando de
las bondades y placeres del campo hasta los siete años, sin asfalto, luz eléctrica
y agua potable, por los caseríos aledaños a la vía férrea Santa Bárbara-El Vigía;
temporada de camellones engransonados y contacto profundo e inolvidable con los variados matices del verdor natural y el
aroma de tierra campestre humedecida.
Carorita fue mi barrio
petrolero por dos años; dónde me enteré por vez primera de la existencia de
Superman con su doble identidad y sus incomparables superpoderes que le
permitían vencer la gravedad, de Luisa Lane y la nefasta kriptonita, a través
de las barajitas o cromos de la época que coleccionaba Pedrito; algunas de las
repetidas pasaban a ser de mi propiedad.
Zumaque 1 irrumpe en 1914.
Zumaque 1 en la
actualidad.
Mi Mene Grande, la del
balancín incansable con cabeza de mantis agigantada que me impresionaba con su
periódico e incesante cabeceo rítmico e imperceptible ronroneo. Siempre lo
observaba en continuo movimiento, aunque desconocía su utilidad. Cada despuntar
del alba desplegaba su presencia; la caída de las sombras apagaba su silueta,
pero no amortiguaba su dinámica. Atónito seguía su vaivén acompasado con el
batir del columpio que montaba en las calurosas tardes del parque infantil del
Campo. Lo veía por todas partes, frente a la casa, en el recorrido a la
escuela, cuando acompañaba a la Tía al Comisariato a realizar las compras de
víveres importados para el consumo
semanal; surgía del matorral en los viajes a otros pueblos vecinos, cuando Tío
nos paseaba por esos senderos. Mantenía presencia en Bachaquero y San Lorenzo. Estaba
sembrado como testigo fiel del comienzo del boom petrolero. Después me enteré
que uno era el Zumaque 1, primer pozo petrolero explotado en nuestro país y
testigo monumental de aquellos inicios. La imagen de tal artilugio mecánico perdura
en mis recuerdos como símbolo recurrente de mi niñez. Hoy en día, lo observo
por la Intercomunal de la Costa Oriental cuando elijo tal ruta para ir a
Maracaibo.
Primera escuela
En Carorita convivimos
durante dos años con Tía Carmen y Pedrito. Estudié, con mis dos hermanas Ara y
Aya, en el Grupo Escolar “Udón Pérez”; primero y segundo grado, los aprobé en
esa institución. Todos los días recorríamos a pié dos kilómetros desde Carorita
hasta Niquitao, bajo la custodia inseparable de Aya, mi hermana mayor, para
asistir a clase. Aún en mi memoria persiste el fuerte olor a petróleo crudo que
percibía durante el trayecto, las “colitas” en el Chrysler que eventualmente
nos daba Tío Antonio cuando coincidíamos de regreso a casa, el paso frente al “Cine San Felipe”, los correteos para llegar
temprano y las gloriosas notas de nuestro Himno Nacional al entrar a la
escuela; se me escapan mis dos primeras maestras, el tiempo borró sus nobles
huellas. El primer día de clase quedó profundamente grabado en mis recuerdos. Al
inicio de la mañana llegué al salón de primer grado con mi querida Madre y en
la hora del recreo presencié picarescas risas con miradas escudriñadoras de mis
compañeros que señalaban mis zapatos bicolor de patente estilo charlestón
antañón, un poco grande para mis pies, recién comprados por mi Papá para usar
en Mene Grande y que emulaban los que él usaba con mucho orgullo cuando salía
del campo para ir a Santa Bárbara o El Vigía. Como al tercer día no quería
asistir a clase, me los cambiaron por unos negros; no recuerdo, pero creo que
fue un par que Pei o Pedrito habrían dejado cinco años atrás.
La “Udón Pérez” fue mi
primera escuela formal, porque mi primer encuentro con las letras del
abecedario fue en presencia de Mamá Evelina, bajo su tutela. Me enseñó las
letras, el deletreo de las palabras y sus significados; el “peapa peapa, papá”, el “emeama
emeama, mamá”. Con ella aprendí a
leer y delinear mis primeros garabatos escritos. A los cinco años ya podía
descifrar las lecturas de mi libro “Mantilla”; recuerdo su orgullo y
satisfacción cuando lo hacía y demostraba frente a los demás que Nano, como me
llamaban, sabía leer. Aprendí a leer rápido. Recuerdo una técnica que apliqué
cuando vivíamos en el caserío “El Cuarenticinco” de la vía ferrocarrilera Santa
Bárbara-El Vigía; cada media hora corría a la bomba de agua, la accionaba y
bajo el fresco y cristalino chorro, me empapaba
completamente el cabello, para luego refrescarme a la sombra del samán
donde estudiaba la lección del día. Creo que en algún momento escuché que con
esto se me abriría el entendimiento; no sé si funcionó, pero aprendí a leer con
el empeño y precarios conocimientos rurales de mi Madre. Recuerdo que el tesón de Mamá en que adquiriera soltura en el trazado de
las letras, me llevó a utilizar el dedo índice de la mano izquierda, como guía
de apoyo de la punta del lápiz que sostenía entre el índice y el pulgar derecho;
así, con las dos manos sincronizadas, desplazaba el lápiz sobre la hoja del
cuaderno con su borrador tumbado hacia delante. Fue en tercer grado que logré corregir este particular
modo de escribir que me impedía desempeñarme con soltura en la escuela; no
obstante, aún conservo la costumbre de inclinar el extremo superior del lápiz o
bolígrafo hacia delante durante la escritura.
Desempeños de la familia
Nuestro origen rural de clase humilde
hizo que nos acompañaran siempre las necesidades económicas. Papá, conocedor de
las lidias del campo por su desempeño como obrero en haciendas del Sur del
Lago, rápidamente encontró trabajo en una matera preparando nata, mantequilla y
queso. Con Tío fuimos a buscar queso en varias oportunidades. Mamá, alma angelical
y fuente inagotable de rebosos de cariño y responsabilidad familiar, vendía por
las calles del pueblo los cotizados “envueltos
de pan” recubiertos con melao azucarado purpúreo, preparados por la Tía. Algunas
veces iba al colegio donde estudiábamos y los vendía en hora del recreo, y en
ese momento nos entregaba una merienda extra. También trabajó en casas de
familias de ejecutivos petroleros, lavando
y planchando ropa a mano, por día. Preparaba con destreza el almidón de planchar.
Rayaba manualmente varios kilos de yuca, que luego cernía en una bolsa de
lienzo, y la solución preparada la ponía a reposar varias horas hasta que la
pasta de almidón precipitaba. Después de retirarle el agua y secar la pasta al
sol, obtenía el deseado polvo de almidón para alisar diferentes telas de prendas
de vestir. Para almidonar la ropa, vertía una o dos cucharadas de este polvo
por cada litro de agua para obtener la solución que calentaba a fuego lento
hasta que espesara lo suficiente. Finalmente, a esta solución le agregaba media
pasta de añil y una hoja de la “mata de
caucho” – cultivada en el patio de la casa - donde remojaba la ropa previamente lavada a
mano y secada bajo el inclemente sol petrolero. Su experiencia en el lavado y planchado,
le permitía preparar adecuadamente la solución de almidón con la justa cantidad
de añil para reafirmar los colores
claros y resaltar los blancos de las camisas y pantalones de lino y popelina;
puños y cuellos de camisas, filos y dobleces de botas de pantalones, solapas de bolsillos y pretinas, requerían
una aplicación más concentrada para que pudieran adoptar la forma solicitada por
sus clientes; bastaban dos o tres hojas de la mata de caucho para suavizar las
fibras de las telas y facilitar el planchado. Muchas veces contemplé su esmero
al planchar finos trajes de casimir de
ejecutivos del campo petrolero. Previamente, preparaba su plancha azul plateada
a gasolina Coleman vertiendo el combustible en su tanque esferoidal que sellaba
con su respectiva tapa de válvula; colocaba la bomba de bronce sobre la tapa y
accionaba su émbolo para introducirle aire hasta que la presión interior
impedía seguir con tal proceder. Luego, abría la llave del tanque y con sumo
cuidado, metía un fósforo encendido en el interior de la carcasa y procedía
abrir la válvula controladora de la mezcla de gasolina y aire. La azulada llama,
expelida desde la válvula, calentaba la base de la plancha y la dejaba lista
para la faena. Con pleno desconocimiento del funcionamiento de este ingenio
térmico de la época, mi querida Madre podía aprovechar la energía del
combustible para incrementar la temperatura de la plancha y realizar su labor.
Modelo de plancha a gasolina marca Coleman usada
por Mamá en su faena del
diario planchar.
De los ponquecitos
recién salidos del horno se encargaban mis hermanas Aya y Ara; a media tarde,
recién bañadas, con los cabellos recogidos y con sus respectivas cestas
terciadas a la cintura, emprendían la visita a vecinos de Carorita, Campo Alegre
y Rancho Grande, ofreciendo el suculento manjar. A mí me correspondió la venta
de “lotería de animalitos”, de moda
en aquella época. Aún recuerdo que el 2 era el toro y el 30 el caimán, mono y
paloma constituían una seguidilla con el 13 y 14, cinco el rey de la selva y
muchos más hasta el número 31; al poco tiempo hice mi plaza de clientes y las
vendía los viernes, día de cobro de los empleados petroleros de la Shell. Para
la década de los sesentas se había impuesto en todo el occidente del país la
costumbre de apostar a este selectivo zoológico de 31 animalitos de la lotería
nacional. Dos modalidades existía: la lotería oficial y la particular. El billete
oficial constaba de 30 números porque el número ganador del día anterior no
jugaba el siguiente día, y la realizada por particulares, que consistía de una
lista en un cuaderno con los números del uno al treinta con los respectivos
nombres del animalito. El medio de plata de 25 céntimos de aquellos tiempos servía para adquirir el ticket
individual y optar a la ganancia del fuerte de plata - equivalente a 5
bolívares-, sí la suerte aceptaba ser dama de compañía ese día. Muchas
historias, cómo las entretejidas en los conversatorios en el campo petrolero, pertenecen
hoy al anecdotario popular de los pueblos donde se mantuvo este singular
entretenimiento. Varios eran los métodos de adivinación a los que se recurría
en búsqueda de la suerte para “pegar el
animalito”; la quema de las busacas de papel de envolver sobre el
blanquecino plato de peltre para la interpretación matutina de la primera
estampa del día en base a sus irregulares formas, variados coloridos y matices
de azul enrojecido bajo el contrastante humo negro depositado por el hollín y la pintura vaporizada del papel; las
consejas del reciente sueño, la recomendación del datero de oficio, a quien le
correspondía propina en caso de ganar, o la simple corazonada fundada en la
necesidad. Según comentan los cronistas dedicados a impedir que las hermosas
anécdotas de nuestros pueblos mengüen en los tiempos, en el año 50, el padre
Romero Mata popularizó la lotería de animalitos con la finalidad de obtener
fondos para la construcción de la Iglesia Virgen del Valle del Tigre en el
estado Anzoátegui según relata José "Cheo" Salazar en su blog: "Destellos de la Memoria".
La pantalla grande
En Mene Grande, tuve la dicha de disfrutar
mi primera película; el primero y último “ring” de invitación a la película
semanal de siete se escuchaba con intensidad en nuestra casa todas las noches;
bastaba salir corriendo con Pedrito para llegar a tiempo. Mi asombro no se
contenía, cuando presencié por vez primera la gran pantalla iluminada con
dibujos animados a technicolor, de hormigas en movimiento tratando de llevar
una carta hasta el último piso de un edificio en llamas; recordaba mis andanzas
por los platanales del Sur del Lago donde observaba por largo rato cómo estos laboriosos
insectos, en sincronía desfilaban sin cansancio con su cargamento de hoja verde
troceada para transportarlos hasta su hormiguero. Los
primeros matices del blanco y negro del celuloide mexicano los pude apreciar en
la película “Soy charro de Rancho Grande”
de Pedro Infante, que mi inocencia infantil confundía con el sector Rancho
Grande, vecino a Carorita; recuerdo que en otro film del mismo actor pude
escuchar la hermosa canción de “Bésame
morenita”; asimismo, me divertí con una de las tantas historias de
Joselito, el niño prodigio con voz fuera de serie del cine español de aquella
hermosa época.
Estampa
Fotografía donde aparece el autor frente a la casa en Carorita en 1960
con Ara en
primer plano; en segundo plano aparece nuestra amada Madre Evelina.
Una fotografía única, en formato
pequeño con el característico blanco y negro de la época, recoge un instante de
mi fugaz estancia infantil en el campo petrolero Carorita. Poso sentado en una
mesa al lado de mi hermana Ara con mi hermosa madre debajo del porche, en
segundo plano. Como el resplandeciente sol de la media mañana me encandilaba,
mis ojos aparecen entrecerrados y los dientes deslumbrando su blancura infantil;
esa foto, fue motivo de bromas y ocurrencias de parte de mis hermanas cada vez
que Mamá la sacaba de su baúl y nos la enseñaba. Cuadro instantáneo de mi vida
de muchacho que registra parte del frente de la casa de Carorita. Casa rural pequeña
asignada a los empleados petroleros, con un porche sustentado en tres pilares
metálicos, convertido en sitio obligado para el reposo durante los calurosos
atardeceres; de dos habitaciones y baño único, con agua casi termal de
necesaria ambientación en una pipa metálica para podernos bañar. Pipa convertida
en mi primera piscina, donde realizaba incipientes prácticas de submarinismo al
mínimo descuido de la Tía, por la prohibición de sumergirse en sus aguas
destinadas al diario aseo personal. Para esa época, Carorita estaba conformada
por tres calles asfaltadas con hileras de sencillas casas de bloque y techos de
asbesto con amplios patios sembrados de frondosas matas de mangos. Los fondos
de las casas se comunicaban entre sí, no había necesidad de cercas divisorias,
lo que permitía a los vecinos compartirlos como áreas comunes. Así que, de
niños pudimos corretear con soltura entre las casas bajo el amparo de la fresca
sombra del mangal, saborear la pulpa de su exquisito fruto y practicar
acrobacias entre sus ramajes.
Casa donde vivimos en Carorita. Fotografía tomada el 2011.
Muchos años después, precisamente en
octubre de 2011, la casa que nos cobijó bajo el resguardo de la Tía, la
contemplamos petrificada en la intemporalidad. Mantuvo su fachada intacta, quizás en espera de nuestro retorno;
el mismo par de habitaciones, perdura la sólida puerta metálica desafiando la
química atmosférica, la batea de concreto del lavadero aún permanece adosada a
la pared de siempre. Efímeras imágenes del peltre verdiblanco de la típica cocina
a gas de la época y la alacena verde de madera y estambre tupido de la Tía, se materializaron
en su espacio; el ondulante ronroneo del ayudante de cocina electrolux entremezclando
la masa del pan, ponquesitos y tortas en su recipiente acerado, cristalizó en
estampa sónica; provocativas esencias de vainilla, nevazucar y levadura se
entremezclaron con vapores encendidos de repostería humeante que discurrían por
la sólida puerta del pequeño horno y se difundían por la casa y vecindades. Sentí de nuevo los agudos
parafraseos de la lora en el mango de nuestro patio. El cálido ambiente hogareño
de Tía, Mamá, Pedrito, Tío, Papá, Ara y Aya envolvió de nuevo mi piel.
Tío Antonio y Tía Carmen
Peculiar el gesto de
cariño y consideración de Tío hacia nosotros. Para apreciar su rostro tenía que
levantar mucho mi cabeza. De blanca piel, ojos verdes, buen mozo, muy alegre y
sociable, todo un caballero de marcado acento tachirense, por su origen
fronterizo. Fue muy apreciado entre sus amistades. Aún hoy recuerdan en Mene
Grande a “Calderón” y “Lenguita” en la gaita “Niquitao El Saladillo” del álbum
Una Gaita para Baralt II. Se desempeñaba como Técnico Petrolero en la Shell,
razón por la cual Tía y Pedrito vivían en la casa de Carorita, el barrio de
Mene Grande donde nos residenciamos.
Tía Carmen,
excepcional. Nació el primero de enero de 1919 en la gélida población de Mucurubá
del estado Mérida. Consentidora de su
único y pequeño grandulón, creadora incansable del arte del nevazucar, los
ponquesitos, las tortas, bolos de novia y el pan salado de molde cuadrado. Hermosa
morena de abundante y lacio cabello azabache, con su acostumbrado moño
sostenido por la peineta de carey; risueña, amistosa, servicial sin límites y
de permanente buen humor. La práctica de la solidaridad incondicional fue su
principio de vida, siempre estuvo llena
de bondad su excelso corazón, vivo ejemplo en el diario compartir con el más
necesitado; su casa, por siempre estuvo abierta para el socorro del familiar,
el amigo o el vecino sin pretender beneficio alguno a cambio. Quién entraba a
su morada jamás se retiraba sin saborear su exquisita repostería servida con el
aromático cafecito negro recién colado. Después del fallecimiento de Tío, asume
y se ampara en la fe cristiana como norma de vida espiritual con visitas
semanales a la iglesia. Antes de ir a la cama agradecía a sus Santos por los
favores recibidos durante el día y con sus oraciones, plegarias y peticiones
nos protegía de los infortunios del destino. ¡Siempre he agradecido a la Natura
el haber dispuesto a mí alrededor un alma tan pura y generosa como la de mi Tía
Carmen! ¡De sabias enseñanzas y recto proceder al enfrentar con humildad las
imprevistas vicisitudes de la vida!
Mi Tía Carmen.
Con la
típica coquetería de las damas de los años sesenta, a la mínima sonrisa, dejaba
entrever su reluciente diente de oro en la parte superior de su boca. Muchos
años después de su fallecimiento en plena mañana soleada, durante la exhumación
de sus restos para el traslado a otra tumba en el cementerio municipal de
Mérida, presenciamos con asombro, Pedrito y yo, un pequeño resplandor en el
fondo del féretro; provenía del diente dorado de la Tía que había partido con
ella. Pedrito lo conservó por un tiempo, pero sus recurrentes fantasías le
condujeron a devolverlo al santo lugar de reposo eterno de la Tía.
Poco antes de
fallecer Tío Antonio, sobre el lecho de enfermo y en plena agonía, se unían
en matrimonio; de modo que las prestaciones por su trabajo en la
petrolera Shell, las adquieren Tía y Pedrito como únicos herederos. Esto
garantizó la vida futura de Tía Carmen en su nuevo hogar en Mérida, donde
emigró a las semanas de nuestro regreso a Santa Bárbara, para continuar con la
educación de Pedrito. Con esa pequeña fortuna adquieren la casa de tejas Nº 41
del Pasaje Muñoz de la Hoyada de Milla. Inesperado y lamentable evento que
también influyó significativamente en nuestro futuro, por la donación que nos
hizo la Tía, de los dos mil bolívares para la compra del ranchito de zinc de la
calle “El Tubo”, donde nos residenciamos al regresar al Sur del Lago. Ese gesto
de absoluta hermandad y bondad infinita, y el convencimiento de mamá de la
necesidad de educarnos en las instituciones educativas del pueblo de Santa
Bárbara determinaron mi vida profesional. Al poseer rancho propio se acabaron
las continuas peregrinaciones por el campo, y con la atención permanente de
Mamá y Papá, mis hermanas y yo pudimos continuar nuestros estudios.
Capítulo II
En la calle El Tubo
El regreso Una estampa del Malecón de Santa Bárbara.
A la una de la madrugada empezamos a
bajar los corotos de la insulsa mudanza; estábamos en Santa Bárbara del Zulia. Llegamos
de Mene Grande. En completa oscuridad, el pequeño camión se posó frente a un
singular ranchito de metálico zinc en una estrecha vereda con terminación en
aguas estancadas de profuso herbaje humedal. No recuerdo con precisión tal
momento, pero tuvo que ser de extrema alegría para la familia. Ya teníamos rancho
propio. Con el resplandor de los primeros destellos del alba y el pitazo
inaugural de la fábrica láctea, que anunciaba el comienzo de mis nuevas
vivencias en predios surlaguenses, observé a lo largo de la vereda un grueso
tubo negruzco, en posición horizontal, descansando en herrumbrosos soportes
acerados en forma de H vertical; transportaba petróleo y, justamente, pasaba
frente a nuestro rancho; sin embargo, no me impresionó en absoluto, los conocía
desde Carorita. A mitad de la vereda emergía desde las profundidades de la
tierra, cual lombriz acerada, exhibiendo su capacidad de transporte
petrolífero, hasta levantarse paulatinamente en sus soportes y alcanzar un
metro de altura, asegurando su ubicación por fuera del cenagal e impedir así su
ineludible corrosión. Por razones obvias, todo el pueblo conocía la vereda como
la calle El Tubo.
La calle El Tubo forma parte del
casco central de Santa Bárbara del Zulia; paralela a un tramo de la antigua
Aurora con su peculiar hilera de almendrones desfilando hasta en el viejo y
angosto puente metálico de una sola vía automovilística y dos pasarelas
peatonales para llegar al “Otro Lado”, como la mayoría de la población
de Santa Bárbara (SB) hacía referencia de San Carlos (SC), pueblo ubicado en la
rivera opuesta del río Escalante. Hoy en día, después de la restructuración
urbanística del centro, la calle Aurora se renombra como Avenida Bolívar, con
un amplio puente de concreto armado que sirve de enlace con la capital del
municipio. En 1962 SB era pequeña, de pocas calles y con El Veinte de Mayo y
Sierra Maestra como sus principales barriadas. Su casco central estaba
conformado por dos calles relevantes: la Santo Domingo (SD), terminación de la
carretera asfaltada que llegaba desde El Vigía, y la Aurora, calle
paralela con una fila de casas pegadas hasta la orilla del río. Entre ambas
calles se ubicaba el terminal de pasajeros y un islote de pequeños almacenes
del pueblo, la sastrería del señor López donde se confeccionaban finos trajes
de vestir, la sucursal del Banco de Maracaibo, y otros negocios de variada
utilidad comercial. Antes de finalizar en la orilla del río, el lado izquierdo
de la calle SD, apiñaba una ringlera de pequeños puestos de comida para el
deguste del bocachico frito y el suculento sancocho de armadillo, mientras que,
en los del lado se vendían el queso “aguaito” y el “de año”, embadurnado
de pimienta negra y café para su conservación. Para esa época, aún se mantenía
erguida la Zona Verde, antigua terminal de pasajeros del ferrocarril hacia El
Vigía y a su lado, la pequeña Plaza Urdaneta sombreada con varias palmas reales
que desafiaban la altura de frondosos robles y la florida acacia, resguardo de
limpiabotas y del sellador de cuadros 5 y 6 durante las mañanas sabatinas.
Recuerdo el almacén de bisutería El Chorrito y el cine Royal, uno de los tres
del pueblo, con techo semi descubierto y un balcón en el nivel
superior, lugar escogido por la muchachada de entonces para el lanzamiento
de conchas de maní y gomas de chicle para fastidiar a sus congéneres.
El Malecón del río Escalante en la
calle La Marina se extendía desde el puente metálico hasta el Periférico, al
inicio de la calle El Paraíso. Se disponía de dos sitios obligados para la
compra del “pescao” fresco a pescadores consuetudinarios de la ribera
del río: “la piedra de La Indulac” que ofrecía las especialidades del
bagre blanco y el “pintao”, la mariana “enguevá” y el paletón, y
el Periférico que ofertaba sus manamanas, bocachicos y armadillos, con el
subsecuente servicio de tasajeo del lomo del pescado elegido. Caracterizaba al
Escalante su caudaloso, permanente y silencioso cauce con abundancia de tales
especies acuáticas, sus pacientes pescadores apostados en sus orillas esperando
el “pique” del bagre blanco para ejecutar el preciso “templón” al
anzuelo, y el tránsito bidireccional de cayucos, lanchas, y piraguas de pequeño
y mediano calaje, durante el transcurrir del día. El Malecón de SB, se engalanaba
toda la semana con la exhibición de grandes y vistosas embarcaciones fluviales
como la Santa Teresita y la Santa Cruz. La célebre piragua era, en otrora, el
medio de transporte para viajar a la capital zuliana. Siempre me sedujo su
voluminoso armazón de madera cargado de especies vegetales de la región, desafiando
la gravedad newtoniana, y el perenne reto al fondo lacustre durante la travesía
fluvial hasta Maracaibo. Sin duda, que el
susurro del ¡eureka! de Arquímedes resonando entre el oleaje, sustentaba
su flotación con recias fuerzas de empuje de los fluidos del lago. Desde la
baranda del puente, me deleitaban las maniobras de atraco y partida en el
malecón de La Marina, el arrime de racimos y sacos de plátanos que mi vecino Roberto
“Pajarito” Morales hacía en su interior; así como, el embarque de
viajeros y el agite de difusos brazos en lontananza, antes de que las naves se
escondieran en el ondulante trayecto hacia la capital zuliana.
Así que, con el incesante discurrir
de sus corrientes serpentinas por el preciso cauce veraniego, el Escalante
enrumbaba las piraguas aguas abajo hasta los Pueblos de Aguas -caseríos de
palafitos La Boca, Congo Mirador y Ologá-, espacio de confluencias de dos
flujos disímiles, de río con lago, y ocasión oportuna para reorientar la proa
hacia los puertos de Maracaibo. Doce horas duraba la travesía por cielo y lago
abierto acompañado de sensaciones de hormigueo estomacal y noches estrelladas,
con destellos intermitentes a babor del Faro del Catatumbo. Por única vez tuve
la dicha de emprender tan inusitada travesía lacustre cuando decidimos visitar
a la abuela Justa en el campo petrolero de la Shell de Lagunillas, donde
laboraba Tío Toro, hermano de Mamá. Aunque mis reminiscencias de párvulo se
difunden en el tiempo, mi querida hermana Aya sí precisa de aquel viaje la
contrariedad de Mamá por el trato dado por mi Tío Toro a Papá, al señalar su
condición de humilde campesino afrodescendiente; aunque rectificó en el
momento, fue infructuoso nuestro rencuentro con la familia porque ya Papá había
decidido tomar la piragua de regreso a Santa Bárbara.
Nuestra vereda, sin asfalto y
aceras, tenía una ubicación muy particular; era la única en Santa Bárbara con
dos hileras de fondos de casa, una de la calle Aurora y otra de la Cojedes; al
frente de nuestro rancho estaba el patio del vecino de la calle Cojedes.
Durante la época de lluvia, el lodazal que imperaba en toda su extensión
impedía transitarla sin previos intentos de resbalones y caídas. El mínimo
aguacero rebosaba la ciénaga y anegaba la parte baja de la calle donde,
casualmente, estaba ubicado nuestro pequeño y metálico rancho. En ese momento,
el tubo de petróleo servía de enlace para alcanzar la parte más alta y seca de
la calle; entonces se recurría al malabarismo, practicado anticipadamente, para
salir del aguazal caminando sobre el tubo. Bromas, chistes y anécdotas aún se
rememoran del tubo oleoducto por los continuos tropezones, caídas y revolcadas en
tiempo de invierno.
Mi rancho
Desde la entrada de la calle El Tubo nuestro rancho ocupaba el
sexto lugar de la hilera; era pequeño, con piso de cemento, techo de “una sola agua”, con sala-cocina y un
cuarto único con la simple privacidad de la cortina, en la pared divisoria,
para resguardar intimidades. Una puerta de madera raída de dos alas batientes,
angostas y medianamente altas, permitía su acceso frontal; rastros evidentes de
su uso en una vivienda anterior se apreciaba aún en las bisagras, aldabas y
superficie. Como máximo tendría treinta metros cuadrados; sustentado en seis
horcones verticales y forrado con láminas de zinc, excepto el lado anterior
derecho que era de láminas de cartón piedra, material de aglomerado de madera
de la época; también tenía, un estrecho piso de cemento pulido en el frente, de
uso obligado para el juego, las tertulias y el reposo nocturno. Un par de
sillas de mimbre bicolor de estructura metálica, una mesa de madera con dos
taburetes de cuero crudo, una banqueta y la cocina a kerosén de tres hornillas
con mechas de pabilo, constituían todo el mobiliario de la sala-cocina; dos
cestas tipo baúl de bambú trenzado, en otrora utilizadas por alguien para el resguardo
de sus pertenencias traídas desde lejanas tierras más allá del Atlántico como
señalaban sus etiquetas, la maleta de gruesa suela de Papá donde guardaba la
percha dominguera y la foto de cuerpo entero vestido de blanco con sombrero
tipo borsalino captada por la instantánea en el Batey, la cama plegable de Mamá
con el destartalado colchón de paja y las hamacas de loneta blanca con
cabuyeras de curricán, ocupaban el cuarto. No teníamos nevera ni radio, menos
televisor; ni pensar en un ventilador eléctrico. Al tiempo -cursaba segundo año
de bachillerato- mamá fió al turco del almacén de la orilla un buen radio a
transistor de pilas marca National, con tres bandas receptoras de ondas
electromagnéticas cortas y largas. Estuvo también ausente, la agradable
sensación del agua helada para sofocar sudores y el grato crujir del hielo
entre los dientes; algunas veces, con un medio de plata se compraba un pote de
hielo en alguna casa vecina. En el cuarto, cercano al techo, se colgaron los
restos de una cama plegable de hierro que se usaba como peldaño para arrumar
las cosas que no eran del uso frecuente; en esa troja dispuse de un espacio
para colocar mi pequeña caja de libros y cuadernos de la escuela. Jamás dormí
en cama acolchada; intensos calores húmedos y nubes de mosquitos nos
acompañaban hasta bien entrada la noche. En cada anochecer se colgaba la noble
hamaca de loneta blanca de los mecates amarrados en los travesaños del techo y
se descolgaba antes de sonar el primer pito matutino de las siete de la fábrica
de la Indulac; al llover, las goteras del techo obligaban su reubicación para
asegurar un amanecer al seco y con su periódico tintineo resonante, los potes
que las recogían arrullaba nuestros ensueños; desde entonces, persiste en mi
memoria el seductor sonido del salpique de las gotas de lluvia sobre la
metálica techumbre que invitaban a la distensión muscular y a la rápida
conciliación del sueño para afrontar nuevos amaneceres. Tal ritual nocturno
perduró hasta mis dieciocho años, antes de emigrar a tierras andinas.
Cuando llegó la
moda del papel decorativo, mis hermanas empapelaron las paredes del interior
del rancho con “Panograma”, como
decía mi Papá, con la pretensión de renovar su peculiar estética; varias
decenas de hojas de papel periódico pegaron con engrudo de almidón por todos
los rincones. Sus paredes se convirtieron en sala de exposición de noticias
recientes con la división política de AD, las ofertas electorales del MEP con
el insigne Maestro Prieto Figueroa y las últimas tragedias ocurridas en
Maracaibo y regiones circunvecinas; la oferta semanal de la línea blanca de Fin
de Siglo, las bondades medicinales del jarabe Wampole para energizar el cuerpo
y el grabado del hombre del bacalao en su espalda de la Emulsión de Scott,
también se podía leer en la pared divisoria de la sala. Declinaba 1.967.
Papá, Jesús Escalona,
frente al rancho disfrutando del merecido reposo.
El terreno anegadizo del rancho era relativamente grande, de doce
metros de frente por veinticinco de largo, con un baño al final del solar,
improvisado con láminas viejas de zinc y potes de leche Reina del Campo. Una
bomba aspirante de azul herrumbroso y de acción manual, a mitad del patio, nos
surtía de agua, aunque no era de buena calidad por su turbiedad y el acentuado
sabor ferroso; recurríamos al agua vecina, fresca y cristalina, de la “Vieja
Ramona” para el consumo en la cocina. Carecía de letrina, así que las
necesidades se hacían en bacinillas y se lanzaban al terreno anegado y
enmontado que colindaba con el nuestro; cada vez que me tocaba hacer las mías,
me aseguraba que los vecinos del lado no estuvieran presenciando tan oprobioso
acto. Jamás disfrutamos durante el baño de la exquisita cascada de agua fresca
en libre caída, para suavizar nuestros calores; el método de la totuma de agua
siempre la sustituyó hasta la adolescencia.
Juegos y juguetes
El tubo reemplazó mis columpios de Mene Grande;
aprendí a caminar descalzo en su lomo para minimizar las caídas; me di cuenta
de la necesidad de levantar ambos brazos en cruz para lograr y conservar el
equilibrio. Elogiaba con asombro las peripecias de mi amigo “Guillermo
Morales”, experto en encaramarse de un salto, para caminar y correr por el tubo
como el mejor malabarista de circo. Fue necesario la práctica mesurada en su
parte baja para adquirir cierta destreza y la confianza necesaria para
aventurarme luego en alcanzar y traspasar el sector más profundo del cenagal,
hasta llegar cerca de la fábrica láctea Indulac. En esa época eran contados los
bombillos que iluminaban la calle; el Señor Guillo, vecino del frente, nos
surtía de electricidad en calidad de alquiler para iluminar el interior del
rancho con un solo bombillo, con la condición de apagarlo temprano; el
presupuesto de papá no daba para pagar dos; el resto de vecinos de la calle
hacía lo mismo. En consecuencia, la calle El Tubo muy temprano quedaba en
tinieblas y me servía para el deleite del cielo nocturno del pueblo; me
acostaba boca arriba sobre el tubo y así permanecía largos ratos contemplando
la infinitud de la bóveda celeste con sus incrustaciones titilantes: Quizás
esto definió en parte mi profesión futura.
No tuve juguetes comerciales, sin embargo como el juego era parte fundamental
de mi existencia de infante, algunos tuve que diseñarlos y construirlos a mi
manera. Así que, los potes vacíos de leche Reina del Campo con sus respectivas tapas,
constituyeron mis primeros equipos de juego; los rellenaba de arena, metía un
alambre galvanizado por orificios perforado en el centro de la base y la tapa,
y los arrastraba con una cabuya por los caminitos que previamente había hecho
en el patio del rancho; también los conectaba entre sí con alambres hasta
formar baterías de tres o cuatro y los arrastraba por los senderos
prediseñados; la arena en su interior los hacía más pesado y podían rozar con
el piso y rodar con facilidad sin deslizamiento. También ponía en el enlosado
del rancho, varios acostados en fila, uno paralelo al otro, y les colocaba
encima una tabla larga donde me montaba para deslizarme, gracias a un fuerte
impulso logrado con las manos. Una navidad hice un agujero en la base de un pote
de leche y coloqué en el fondo un poquito de carburo para madurar plátanos, le
lancé un escupitajo de saliva y cerré rápidamente el pote, a continuación,
acerqué al orificio del pote un fósforo encendido, amarrado en el extremo de
una vara larga para no quemarme; el retumbe de la explosión fue equivalente a
un triquitraque cuando el hidrógeno desprendido de la reacción entró en
combustión con la llama; Mamá al darse cuenta de mi primer experimento de
química, me prohibió repetirlo. El
cañón elaborado con el tanque metálico vacío de tinta del bolígrafo Paper Mate,
me permitió enfrentar los batallones de soldaditos de plásticos que venían en
las cajas de jabón Ace. Para tal fin, retiraba el tapón plástico del repuesto,
le colocaba varias cabezas de fósforo en su interior y lo taponeaba con un taco
de papel; al colocar un fósforo encendido sobre el extremo de la punta,
provocaba la ignición y el subsiguiente disparo del proyectil.
Igualmente, las tapas de los potes de leche sirvieron de ruedas a mis primeros
carritos hechos con tablas del basurero de la fábrica. Las tapas metálicas de
las latas de mantequilla con forma de perfecto disco, circulares y planas, que
desechaban en el basurero, se convirtieron también en elementos del juego de
lanzamientos de platillos volantes; en tal sentido, se le hacían dos suaves
dobleces con las manos para preparar su aerodinámica antes de lanzarlas por los
aires; al arrojarla horizontalmente imprimiéndole un fuerte giro, el reto era
lograr que planeara con vuelo horizontal para alcanzar grandes desplazamientos
curvos por encima del cenagal. Asimismo, las usábamos como reflectores de la
luz solar en pleno mediodía para enviar pulsos de señales luminosas de un sitio
a otro, aprovechando sus superficies metálicas especulares. No faltaron las
desagradables cortaduras en los dedos con sus afilados bordes.
El rin de
bicicleta rodando sobre el piso bajo la batuta de la varita de guayabo para
garantizar su equilibrio, formó parte de nuestras competencias en la calle, al
igual que los runches de chapas de refrescos con bordes afilados para el corte
efectivo durante las contiendas o los cien ensartes consecutivos con emboques o
perinolas de madera; no faltó, el carrito de cuerda hecho con “carreto”
de madera, liga elástica y el taco de vela de alumbrar, ascendiendo por senderos
infranqueables del imaginario infantil; tampoco, la potencia elástica de la honda con la horqueta de palo de limonero y
caucho de tripa de bicicleta, para revolotear con piedras las bandadas guainies
o zamuritos por los camellones de los caseríos y los terrenos baldíos aledaños
al pueblo.
La actividad de coleccionar objetos, por
igual nos entretuvo en nuestras infancias. Cuando apareció la moda de
coleccionar papel de cajetilla de cigarros de marcas diferentes, éstas
desaparecieron de las calles del pueblo y no se conseguían “ni pa`
remedio”. Se desdoblaba la cajetilla y se extendía con cuidado para
alisarla con la mano; luego se le hacía un pequeño doblez a lo largo por ambos
lados, se plegaba por la mitad y agrupaba con la paca de la incipiente o ya
robusta colección. La forma de conseguirlas era a través del intercambio con otros
muchachos, mediante las apuestas en los juegos de carta, trompo y metra, o
gracias a la generosa donación de un conocido fumador de quien se estaba
pendiente hasta que soltara la caja vacía; durante la espera era común la
pregunta “¿Cuántos te
faltan?, vai chico, apurále, fumátelos”. El común, de menor valor, era el
Fortuna y el más cotizado el Vicerroy y el Camel.
El juego de metras, trompos y
volantines, asimismo, estuvo
presente en mis entretenimientos infantiles. Las metras con todas sus modalidades
y variantes del redondel de la “troya” me enfrentaron con los procesos de
conservación de energía y cantidad
de movimiento en choques mecánicos; pude apreciar los choques frontales entre
dos metras iguales y cómo la quieta salía disparada y la del movimiento se
quedaba clavada en el sitio de la primera, con transferencia total de energía y
momento de una a la otra;
cómo, dependiendo del ángulo de choque, se podían sacar simultáneamente dos de
la troya. Aprendí a escoger el “mate”, completamente esférico y adecuado para
jugadas precisas y efectivas; a jugar “uñita” con el pulgar montado en el
índice y los demás dedos extendidos en la arena en función de soporte y guía,
dispuestos a propinar un fuerte disparo con el índice, avalado en la tensión
elástica infantil que permitían los tendones de los dedos; o a utilizar la
técnica del “chopo” para darle mayor impulso con el pulgar montado en el
índice, con los nudos de los dedos hacia abajo, apoyados o no en el piso; a
lanzarla a la raya o la troya con retruque, dándole un fuerte giro con los
dedos para que cayera cerca del círculo; a conocer las irregularidades,
desniveles y sectores curvos y planos del terreno donde jugábamos para predecir
la trayectoria, el recorrido y la detención de la metra en el sitio requerido;
a tolerar el incremento de la fricción en la superficie de la metra por la
humedad del terreno en tiempo lluvioso y añorar la mejor cancha arenosa de la
calle cuando la mamá de “Enga” nos corría de su frente, cansada de la algarabía infantil. En
una de esas exhibiciones e intercambios de habilidades con las pequeñas
esféricas, una penetró por la
tronera en la planta de suela de la alpargata raída que calzaba
para tales faenas infantiles; no sé, sí por inocencia o picardía, pero adentro
se quedó y del ruedo desapareció. Varias veces puse en práctica esta artimaña
cuando estaba quedando “rupiao”,
hasta que se dieron cuentas mis compañeros de juego y por un tiempo me
impidieron compartir con ellos. En una oportunidad presencié cómo Argenis, uno
de los jugadores eventuales más experimentados, de fuertes manos con pulgares
fortalecidos con el trabajo de albañilería, de un solo “chopazo” partió una
metra en dos; la noticia corrió por la calle El Tubo y a partir de tan
inesperado y sorpresivo evento, ninguno de nosotros se quería exponer a perder
su mate con tal fenómeno de las metras. Jugando, logré coleccionar medio pote grande de leche Reina del
Campo con metras de vidrio con vistosas hojuelas incrustadas; de balines de
rolineras de los artilugios mecánicos que botaban en el basurero de la Indulac
y que dependiendo del tamaño eran equivalentes a cinco o diez metras normales y
nuevas; de bolones de cristal, con equivalencia de cinco o dos de las pequeñas
dependiendo de si estaban reluciente, porosos
o con rayones. El medio pote no me duró mucho; el desacato de una obligación
por el juego, hizo que Mamá lo lanzara al barrial del solar vecino donde era
imposible rescatarlas. Durante
varios días, múltiples gotas esféricas de cristal brotando y danzando sobre la
ciénaga adornaron mis sueños. Me visualizaba ingeniando infructuosas
formas de desenterrarlas del lodazal.
El trompo de madera secundaba
como pasatiempo en la calle El Tubo durante la temporada de Semana Santa. Como
dispositivo lúdico llamó siempre mi atención, era mágico su funcionamiento; sin
dar vuelta era imposible mantenerlo erguido, vertical; bastaba ponerlo a girar
rápido con el cordel para verlo parado sobre la punta, que zumbara como un
cigarrón, que se deslizara por el piso dejándolo marcado con trazas de su
danzar sobre la arena, y poco a poco disminuyera su velocidad hasta cabecear y
caer. En cierta oportunidad intenté fabricar uno con un trozo de madera pero
fue improductivo mi trabajo, no bailó. Desconocía un principio de simetría
axial que se debía respetar para impedir su corcoveo: la masa debería estar
uniformemente distribuida alrededor de su eje para darle el adecuada balanceo, como se hace con las ruedas
de los carros; en consecuencia, se requería de madera lo más homogénea
posible. Mucho después me enteré de cómo funciona; parado verticalmente sobre
su punta en el piso sin girar, está sometido a dos fuerza equilibradas: una, su
propio peso y la otra la reacción del piso sobre la púa; en esta condición su
propio peso lo tumba por el torque que le aplica. Pero, parado, girando, tiene
algo que los físicos llaman momento angular y que lo mantiene en tal estado
mecánico; a medida que rota, el roce con el aire y el de la punta con el suelo
disminuye su velocidad y momento angular; es cuando entonces se hace apreciable
la variación del momento angular y el torque de su propio peso lo hace
cabecear, es decir, precesar hasta caer. Del baile del tropo dominé lo más
elemental acorde a mi edad, pero presencié cómo otros amigos lo agarraban
bailando en el aire con la palma de la mano y lo pasaban a la uña del pulgar, o
pasando el cordel doblado alrededor de la punta le daban un impulso hacia arriba
para agarrarlo en el aire y posarlo con elegancia en la palma de la mano.
Durante las competencias perdí varios trompos; recuerdo uno recién comprado
para las vacaciones de sexto grado, que con otro de punta larga bien afilada
usado para estas lidias, de un preciso clavao, lo transformaron en dos tapas y
me mandaron a la banca de los mirones durante esa temporada. Por los cuentos de
historieta del simpático, travieso y noble negrito mexicano Memín Pinguín me
enteré que también le decían peonza y a las metras, canicas.
Como de costumbre, al culminar el
periodo escolar los multicolores y vivaces volantines surcaban los cielos del
pueblo, desafiando la altura del tubo de la Indulac para anunciar el descanso
vacacional. El ingenio infantil aseguraba la sana diversión con los materiales
más cotidianos para construir tales artilugios aerodinámico; la caña brava y la
palma real eran la materia prima de las varillas de la estructura, el papel
periódico o de envolver alimentos en los “gatos”
reemplazaban al papel seda, la miel de la pepa de caujaro al pegamento de
almidón; eran imprescindible, el rabo de trapo viejo para el equilibrio y el
noble hilo Elefante número ocho por su probada fortaleza en soportar fuertes
ventiscas. En caso de extrema carencia o por el simple apremio, una singular
hoja de papel doblada a lo largo de los bordes con su frenillo en v, del
cuaderno que se dejó de usar ese año escolar, igualmente ascendía los cielos
bajo la mirada atónita de la muchachada. También hice mis propios volantines con
todos esos materiales, papel seda y engrudo de almidón. Adquirí cierta destreza
en el manejo de su clásica geometría hexagonal y romboidea al amarrar las dos
varillas cruzadas en cruz de San Andrés, más el tercer travesaño horizontal
para agregar dos puntas adicionales hasta formar la figura hexagonal; requería
de un buen amarre central que asegurara bien las tres varillas para luego
lanzar hilos desde las puntas y formar los lados; al cubrir la estructura, era
imprescindible cortar y pegar el papel con engrudo o caujaro fresco recién
tomado de la mata, sobre el piso de cemento para que no se ensuciara, dejarlo
secar al sol una hora para deshidratar el pegamento y disminuir su peso, tender
el frenillo con dos hilos desde las puntas superiores y otro desde el centro
para amarrarlos luego, simétricamente y colocar un hilo en v para el soporte
del rabo de tela vieja liviana en la parte inferior. Al final, cruzar los dedos
para que el viento soplando se mantuviera y levantar pudiera tan alto como el
hilo diera, la obra producto de la destreza infantil de ese hermoso e
inolvidable día. No era conveniente elevarlo corriendo porque “se ponía
correlón” y aunque el viento fuera intenso, después no ascendía,
argumentaban los muchachos. Había que esperar una brisa fuerte para verlo
ascender con prontitud, instante cuando el volantín cobraba vida propia y se
quería independizar de su dueño, pedía hilo y había que soltárselo poco a poco
para que ascendiera más y más a los altos cielos, pretendía penetrar en las
blancas nubes para sentir sus húmedas gotas cristalinas pero los hilos no
alcanzaban, se podía observar su incesante jugueteo con la brisa y sentir sus
ráfagas con los golpes de tensión del hilo sobre la mano, había que domarlo con
precisos movimientos del brazo y comandarlo hacia donde uno quería que se
posicionara. Ya en lo alto, impulsado por el viento, se podían enviar mensajes
portadores del secreto del deseo de ese día, con arandelas de papel a lo largo
del hilo, o poner a prueba la cola con su carga de medias hojillas de afeitar
para guerrear con otros preparados para las mismas lidias. Al menguar el
viento, empezaba la recogida rápida del hilo antes de que cayera por su propio
peso; algunas veces no daba tiempo de enrollarlo en su carreto y se formaba la
indescifrable enredina con nudos por doquier, si no se sabía distribuir
apropiadamente a medida que caía al piso; en cuyo caso el corte y el posterior
amarre era la mejor solución para recuperarlo. Al bajarlo, quedaba la
satisfacción de haber construido, elevado y sorteado las dificultades del
viento y la esperanza de un nuevo amanecer para emprender otra vez la faena y
superar los retos pendientes del día anterior. Algunas veces, el hilo no
soportaba la tensión generada por las fuertes ráfagas del viento y cedía; más
temprano que tarde, se emprendía el correteo de la muchachada con la vista
levantada para precisar su caída a varias calles de la nuestra, rogando que no
quedara ensartado en la rama de un árbol, cable de electricidad o que otro
pequeño lo recogiera primero y resguardara en su colección privada.
En Carorita presencié y disfruté de los
volantines construidos por Pedrito; no eran las tradicionales figuras planas
del diamante y el hexágono, sino sólidos geométricos tridimensionales sin
rabos, con mucha estabilidad y de construcción más laboriosa; me correspondía
sostenerlo mientras él lo elevaba con soltura y precisión de “volantinero”
experimentado. Con tales diseños ya mostraba su gusto por el dibujo y el
dominio del espacio. Nunca
los pude construir en la calle El Tubo.
Con seguridad, el por qué del vuelo de
los volantines estuvo rondando nuestras inquietas mentes infantiles. Hoy
podemos afirmar que el volantín vuela gracias al impulso del viento al golpear
su superficie. El aire al incidir en el borde superior de ataque se divide en
dos: una parte se mueve por la superficie superior con mayor velocidad y otra
por la inferior más lentamente; el decir de los físicos es que “mientras
mayor sea la velocidad, menor es la presión que ejerce el aire en movimiento
sobre la superficie”; en consecuencia, la presión por arriba es menor que
por debajo y aparece una fuerza ascensional que lo empuja hacia arriba
superando bastante en magnitud al peso. Se requiere de otra fuerza que lo
sostenga, ésta la ejerce el hilo con la tensión. No obstante, si el volantín
carece de estabilidad no
vuela; ésta se logra con el adecuado posicionamiento del frenillo y el rabo, en caso de que
lo tenga.
Sin saberlo, estos juguetes me
iniciaron en el mundo de la ciencia. Es indudable, cómo la experimentación
desde los primeros años de infancia y la construcción de conocimiento
significativo mediante el autoaprendizaje, logra definir vocaciones.
Las historietas
Un buen día descubrí con “Pajarito” Roberto, amigo y vecino de la
casa del lado, el “cuento” de historietas, y me gustó. A partir de entonces,
era obligada su lectura semanal con entusiasmo. También, el Señor Félix
Morales, excelente sastre del pueblo y gran amigo, compraba los “cuentos” de la
semana y amablemente me permitía su lectura para el subsiguiente comentario con
él de las aventuras de nuestros protagonistas favoritos. No faltaron los ocurrentes
análisis, interpretaciones e imitaciones de nuestros héroes con el “Pajarito”
Guillermo quién entendía la trama de los cuentos a la perfección hojeándolos de
atrás hacia delante, porque aún no había aprendido leer. Cada viernes estaba
pendiente de la próxima aventura de mis héroes de panfleto: Tarzán, Santo El
Enmascarado de Plata, El Llanero Solitario y Superman, así como los personajes
de comiquita. De este modo me inicié en el mundo de la lectura, aunque fuera de
folletín.
Portada de uno de los cuentos de la época.
La colección de cuentos se convirtió en uno de mis
pasatiempos favoritos. Espacio y tiempo coexistían frente a los cines Rex,
Royal y Boconó los fines de semana antes de la película vespertina para la
compra, venta o trueque por otros no leídos; existían categorías, como los
cuentos individuales nuevos de la semana, los tomos de varios cuentos, los
tomos en color sepia del Santo, que valían hasta por dos o tres de los viejos
ajados independientes. En estos intercambios de cuento por cuento algunas veces
ganaba, otras perdía, sin embargo lo importante era leer el cuento aún no leído
y disfrutar la narrativa de increíbles aventuras de los héroes preferidos. Para
mejorar su presentación en el trueque e incrementar su categoría, alisaba
cuidadosamente las portadas con la plancha Coleman a gasolina de Mamá, cuidando
que no quedaran marcas evidentes de tal procedimiento, porque de lo contrario,
perdían valor.
Después de sus lecturas nos colocábamos la capa de
trapo viejo de Superman para echar a volar nuestra imaginación saltando desde
lo más alto del tubo; la máscara del Santo de busaca de papel con cuatro
agujeros para simular destrezas en las acrobacias de la lucha libre sobre el
ring improvisado con cartones sobre el patio del rancho, o en tiempo de sequía,
nos adentrábamos en el matorral del patio trasero, convertido en espacio para
imaginar e imitar las aventuras del Hombre de la Selva por el bosquecito de arbustos,
paja alta y bejucales, donde también experimentamos con las primeras bocanadas
de humo de bejuco seco, imitando al cigarrillo Fortuna, favorito de Mamá.
El juego de carta nos entretuvo por días. En rueda en
el piso y con el fajo de cartas ya barajadas en el centro, Pajarito empezaba la
repartición; a la menor sospecha de que estaban arregladas, pedíamos barajar de
nuevo. Cuando no se disponía de la puyita, la locha o el medio de plata en
efectivo, se echaba mano al capital invertido en los cuentos; tenían su valor
efectivo en el juego de cartas: el nuevo valía real y medio, otros un real, y
hasta medio; los de locha, destartalados, no se aceptaban en la contienda. Con
ellos se cancelaban las deudas adquiridas en las apuestas de siete, nueve,
treintiuno o ajilei; se aceptaba también, el dos o tres por uno, dependiendo de
qué tan nuevo estuvieran, tal como en el trueque del cine. En ese sano
compartir de muchachos, con algunos incidentes de disimulada picardía del que
se quería tirar de vivo, aprendí reglas sociales del juego, controlar la
euforia de la ganancia y la aceptación de la pérdida total de la colección de
cuentos en el día de mala racha, cuando me dejaban rupiao. Aprendí que en la
vida, después de un traspié, hay que reiniciar con humildad el peregrinaje del
sendero.
Mis
vecinos del frente, el Señor Guillo (Guillermo) y la Señora Carmen de Guillo,
destacaban del resto de las familias de la calle El Tubo por su hermosa casa de
bloque con orlas multicolores y vistosa cumbrera donde exhibían el zoológico de
animales de yeso que habían coleccionado. El fondo de su casa daba con nuestro
frente. Poseían el único televisor blanco y negro de mueble de madera con gran
pantalla del sector y antena aérea rotacional de palma para la fina sintonía de
los tres canales únicos, cuyas débiles señales llegaban al pueblo: Venevisión,
RCTV y Venezolana de Televisión. Condición aprovechada por la Señora Carmen de
Guillo, para vender caramelos, frescolita, “oranche
cursh” de botella ámbar corrugada, “peisicola” y pan azucarado cuadrado “cara
e gato” al vecindario, mientras en su sala se disfrutaba de las aventuras
de Will, el Doctor Smith y el Robot con la serie sideral “Perdidos en el Espacio”, de las llaves contorsionales de Basil
Batat aplicadas al Médico Asesino, de los vuelos acrobáticos del enmascarado
plateado El Santo por encima de las cuerdas durante la Lucha Libre sabatina “Catch as Catch Can”,
así como de las presentaciones musicales de Amador Bendayán en Sábado
Sensacional. Posterior a esto, se prendía la parranda.
Por ser costeño colombiano, en el repertorio musical del
Señor Guillo predominaban los porros, guarachas, merengues, cumbias y
vallenatos, pasados de moda y del momento; Aníbal Velásquez, Alfredo Gutiérrez
y Los Corraleros de Majagual eran los invitados de honor en nuestros encuentros
juveniles sabatinos. Se escuchaban los ladridos de “El Perro de Juanita” (ver en: https://www.youtube.com/watch?v=7kj7Pc6vXNQ), seguidos de sonoras y rítmicas notas de
acordeón, con alto volumen a petición de los bailarines, cuando mi hermana Ara
me lanzó al ruedo de la sala y como pude empecé a sacudir los pies para seguir
sus pasos e intentar imitar a los muchachos con más pericia en el bailoteo; sin
terminar la melodía, hicimos un cambio con Onaice “La Chueca”, quién reforzó mi
primera clase magistral de baile con Alicia la Flaca (https://www.youtube.com/watch?v=nektCeLFm9g), La Flaca Vitola (https://www.youtube.com/watch?v=cH44pXap1DM), El Turco Perro (https://www.youtube.com/watch?v=5UgCR0Z8j5g) y Tres
Puntá (https://www.youtube.com/watch?v=kqyLVt2lCuo), temas de intenso ritmo donde, al culminar, el más experto requería de un
merecido descanso para tomar aire y refresco. Hoy en día, aún conservo ese modo
de bailar tan singular de Onaice “La Chueca” con un saque y bamboleo de pié,
con posterior giro a la izquierda sin soltar la pareja y sucesivos pasitos
rítmicos entrecortados, acompañado de un suave menequeo de cintura. Después de
tan intenso gasto de energía, el Señor Guillo suavizaba los ánimos con piezas
al estilo de Los Sabanales (https://www.youtube.com/watch?v=TV5KeyaX1mY) y Hace un Mes (https://www.youtube.com/watch?v=ihodF5sOB4w) de Los Corraleros de Majagual, de
ritmo moderado tipo bolero. La calle El Tubo transcendió su fama a otros
barrios del pueblo - incluso al “Otro Lado”- por los bailes de sus hermosas
muchachas. Caras nuevas de mozalbetes aparecían cada semana para disputarse el
baile de La Cañaguatera (https://www.youtube.com/watch?v=LU_365NLaeU&list=RDLU_365NLaeU#t=40), La paloma Guarumera (https://www.youtube.com/watch?v=04JXVSN23cM) o Los Novios (https://www.youtube.com/watch?v=34lPBgDf-MY) con Raquelita,
Carmencita, Onaice “La Chueca”, Teresa, Cruzolia, Adela, Neiva, Neri, Ara,
Carmen y Nora (hijas del Mocho, el cafecero), representación genuina de chicas
de las calles El Tubo y Cojedes del Barrio Sierra Maestra de Santa Bárbara del
Zulia. Aquellos, eran bailes relucientes de singular candidez y soltura juvenil
con plena ausencia de bebidas espirituosas. Era el inicio de la época del
Yomping de minifaldas de las pavas, del pantalón “caderú” de botas acampanadas y la camisa tallada de cuello alto de
los muchachos. A los más pavitos no les faltaban el pañuelo blanco en el
bolsillo posterior derecho del pantalón y
el pequeño peine de plástico multicolor que exhibían sobre sus melenas
después de cada set terminado para recomponer sus facciones y seguir con la
segunda tanda de piezas.
Durante el carnaval se intensificaba la parranda con la
aparición de "las negritas" en la pista del Señor Guillo y con la actuación
del conjunto de guarachas del grupo de aficionados costeños colombianos, que
con su acordeón, cencerro, charrasca, maracas y tambora trataba con gran
esfuerzo de imitar a los maestros musicales del momento. Cada vez que la nueva
melodía de Aníbal Velásquez, Alfredo Gutiérrez o Los Corraleros, aparecía
insistente en la emisora Ondas del Escalante, el Sr. Guillo encargaba en la
discotienda el nuevo disco de vinilo de 45 o 33 rpm, y en su estreno sonaba
tantas veces que empezaba el característico crepitar de disco rayado de tanto girar
y girar. Durante las fiestas de carnaval se exhibían vistosos trajes
multicolores con las representaciones más inusitadas que imitaban a los héroes
de historietas; momento oportuno para el despliegue de las máscaras plateadas
de santos y neutrones, supermanes y mujeres maravillas, entre muchas otras más.
Cuando "el torito" - aro ovalado adornado con un par de cachos de
toro con puntas romas - comandado desde su interior por "Moñinga" hacía
su repentina aparición en la calle El Tubo, se formaba la algarabía entre la
muchachada por las correrías para guarecerse de las posibles cornadas, y quien se
atreviera a torearlo se exponía a las consabidas revolcadas y moretones. Diversas
figuras describía "Moñinga" a medida que presentaba su improvisada y
graciosa danza por las calles del pueblo para animar las fiestas carnavalescas.
El pueblo de aquellos días se entretenía en las bulliciosas "pistas" que
montaban en diferentes barrios para drenar estreses laborales mediante los
parrandones. Al son de la música esparcida por las cornetas del amplificador de
sonido accionado con tubos electrónicos, se prendía la parranda y comenzaba a
llegar la muchachada. Aparecían los interesados en exhibir atuendos para
disimular identidades como las coquetas "negritas". El bailoteo se
encontraba en su máxima expresión cuando una de las tantas negritas le arrebató
la pareja a mi cuñado Nerio y empezó a jamaquearlo al ritmo de "Alicia la
flaca" y con el "Chiqui chá"
empezó el cortejo. Nerio ante aquella inesperada entrega pensó "jayayay, me salió un numerito, ésta es la mía,
la tengo dominá "; la negrita no eludía sus efusivos apretones, los
menequeos de cinturas, los cruces de entre piernas, la arrimadera de cachetes.
Así que después de una docena seguida de raspacanillas ya tenía la hebilla bien
pulida y las venas a reventar. Pero ya el galán necesitaba conocer la identidad
de su negrita; intentaba entresubirle la máscara y la negrita se escabullía, se
le soltaba de las manos, seguía bailando tal "Alicia la Flaca" hasta que llegó el momento de la verdad. ¿Queréis
saber quién soy yo? ¡ya te voy a decir! De un solo templón se sacó la capucha y
apareció el rostro enfadado de mi hermana Yoli. Tras reclamos, amenazas e
improperios lo secuestró y se lo llevó a dormir. Al siguiente día se le volvió
escapar a la pista del Dieciocho.
El tubo de la Indulac
El Sur del Lago es zona ganadera por excelencia; dos fábricas
lácteas existían cuando retornamos a esas tierras. Una, la Indulac, ubicada muy
cerca de nuestra calle, con un largo tubo blanquecino que le servía de
chimenea. Por la orientación este-oeste de la calle El Tubo, parado frente al
rancho, el tubo de la Indulac se podía divisar en todo su esplendor en el
extremo oeste, emergiendo de la fábrica en plena función depuradora. Dos tubos,
uno negruzco en descanso horizontal y otro albo, erguido con majestuosidad
vertical, constituyeron símbolos mágicos para nosotros, los habitantes de El
Tubo. El tubo de la Indulac establecía el orden del tiempo en nuestro diario
vivir. Mañana y tarde eran fraccionadas con exactitud temporal con el “pito de las doce en punto”,
cuándo marcaba el ocaso de
la mañana y la iniciación de la tarde. Expresiones como: “Te va a agarrar el pito…”, “…sin tener el almuerzo listo”,
“…y no te habéis bañao”,
“…y no te habéis ido,
muchacho” eran de uso cotidiano en el pueblo. Así mismo, señalaba el
comienzo de la mañana cuando sonaba a las siete, siete y veinte, y siete y
treinta; el comienzo de la tarde a la una y veinte, y una y treinta; o el
atardecer a las cinco en punto, como señal de que el Astro Rey en búsqueda de
su ocaso, debería preparar sus pinceladas con la gama de azules, anaranjados y
enrojecidos trazos, para bañar al cielo del más hermoso crepúsculo, en
contraste con su propia estructura de hormigón armado en vertical. En cada
pitazo, el Tubo lanzaba sus bocanadas sonoras de alto tono, acompañadas de humo
ennegrecido direccionado por el viento, con tal intensidad que se podía
escuchar a cinco kilómetros de distancia. Por la cercanía, disfrutamos del
privilegio de ser los primeros en escuchar sus mensajes sonoros para el buen
arreglo de nuestras actividades diarias, tal como lo hacía con el tiempo de la
fábrica, para el cual fue previamente diseñado y construido.
Había transcurrido una semana desde la Noche del 24 y
aún se sentía en el ambiente la quema de pólvora del saltaperico, la estrellita
y el triquitraque. A las cinco de la tarde de ese día, el pito sonó por última
vez como de costumbre. Era la hora de acatar la orden del último baño del año
para proceder a vestirnos con la modesta percha nueva que Papá nos había
comprado para el tradicional festejo. El Sol se ocultó un poco más temprano que
el resto del año; al tiempo, en mis clases de geografía en el liceo, me enteré
del por qué con el Profesor Apolinar; “la
rotación de la Tierra y la inclinación de su eje son los responsables de los
solsticios y equinoccios”, me dijo; después entendí que acababa de ocurrir
el Solsticio de Invierno el
21 de diciembre y aún, los días eran más cortos que las noches. Resplandecen chispazos de estrellitas en el claroscuro del
anochecer, al compás de los primeros saltapericos que se cuelan entre las
piernas de los desprevenidos saltarines, mientras otros se protegen
encaramándose en el tubo; se escapan las primeras notas de acordeón, a bajo
volumen, de la selección musical preparada por el Señor Guillo para recibir al
Año Nuevo, indicando que la pista está lista para el último bailoteo de la
temporada. Poco a poco se va armando la algarabía de las festividades; la noche
transcurría tan rápido como nunca, y cuando Papá, sentado en el enlozado de la
casa, mencionó que eran las once y media, Mamá enfatizó que “el tiempo vuela”, que ése día en
particular, transcurría más rápido que de costumbre, sin explicación lógica
alguna. Ondas del Escalante, la única emisora del pueblo, insistentemente tocaba “…faltan cinco pa’ las doces…me voy corriendo a mi casa…”, poco a
poco la sala del Señor Guillo se iba quedando a solas; todos pendiente del
reloj, “dieeeez, nueeeveee, ooochoooo…”
y casi al unísono con el “…cero”, se
un escuchó un claro y sonoro pitazo que anunciaba el adiós al Año Viejo y la
entrada del tan esperado Año Nuevo; esa vez lo percibí con nítida sonoridad y
rítmicas variaciones tonales, con precisos cambios de intensidad como nunca
antes, entremezclado con el “Feliz Año,
Nanito”, seguido del “Dios me lo
bendiga y me lo favorezca, la Virgen del Carmen me lo proteja de malos
peligros, José Gregorio Hernández... ”, y los abrazos y besos de Mamá,
Papá, y mis queridas hermanas; entremezclado también, con los llantos, risas y
griterías de los vecinos que correteaban por la calle para cumplir con el
acostumbrado abrazo, para desear y recibir la esperanza sincera del comienzo de
un nuevo lapso de vida. En aquel momento no era adicto al infalible análisis de
la medida, pero todos los dos mil quinientos cincuenta y cinco pitazos durante
los trescientos sesenta y cinco días de ese año, creo que no superaron al
tiempo que su acústica perduró en el aire ése 31 de diciembre, mientras se agitaban
recuerdos, intensificaban o sofocaban penas, hacían promesas, pedían deseos,
cerraban compromisos, apaciguaban remordimientos, se reiniciaban amistades, o
se agradecía al Cielo por favores concedidos. Es una ley de la natura que,
después de toda tormenta la quietud alcanza su cauce. Y así fue. Eran los
segundos originarios del mil novecientos sesenta y tres.
El Chubasco
Un 30 de agosto de 1963 hizo presencia precisa en nuestra calle el
Chubasco de Santa Rosa; a plena media tarde sus intensos vientos arremolinados
golpeaban nuestro rancho por los cuatro costados tratando insistentemente de
dejarnos sin techo, mientras el agua se colaba por orificios y rendijas. La
quema de palma bendita con tres rosarios improvisados por Mamá en alta voz
frente a la viva luz de la Vela de La Candelaria de su devoción, se confundía
con nuestros llantos y gritería; la entrada repentina de la vecina Luisa Rojas
con sus dos hijos reforzaron nuestros ruegos de clemencia celestial; su techo
había levantado vuelo y aterrizado en el fondo de la casa. Al aminorar de
vendaval a tenue llovizna, empezaron los emotivos reportes de los demás vecinos
en plena calle, completamente anegada; también Seferino y Aura “La Sorda” se
quedaron sin techo, al igual que varios ranchos en la calle Cojedes. Se
escucharon las premoniciones tardías de mamá: “Ya sabía yo que esa oscurantina a esta hora y en este tiempo era para
chubasco; Santa Rosa no perdona. Si Escalona hubiera estado, lo hubiera corrido
con sus oraciones y machetazos lanzados al viento”. Papá conocía secretos para alejar los chubascos; partía el
cielo en cuatro cuadrantes con su afilado machete y los desviaba a otras zonas
donde no hicieran daño. Reforzaba su petitorio a La Santísima Trinidad con una
cruz delineada en la arena y dos cuchillos entrecruzados. No tengo estadísticas
de sus logros en apaciguar vendavales, pero él creía fervientemente que sus
oraciones surtían efecto. No faltaron las noticias de árboles caídos en el
malecón de La Marina y otros lugares del pueblo.
La gastronomía de mamá
Para María Evelyn
Los primeros años en la calle El Tubo estuvieron signados de
muchas necesidades. Papá continuó trabajando en el monte y regresaba a casa
casi todos los sábados por la noche; no faltaba con el costal de plátano y una
que otra fruta conseguida en la hacienda donde laboraba como obrero. Sin
embargo, a pesar de su esfuerzo por asegurarnos la alimentación, vivimos con
muchas carencias. Durante mucho tiempo consumimos la mantequilla que vendía
nuestra querida vecina “Vieja Ramona” y que diariamente uno de sus hijos
recolectaba de las latas desechadas de las fábricas lácteas, medio abiertas o
con mayugaduras, en el basurero de la Indulac. En varias oportunidades fui al
basurero a tratar de conseguir una que otra lata de mantequilla, pero la pericia
de los demás era tal, que pocas veces tuve éxito al correr detrás del camión
volteo cuando descargaba los desechos del día. Se conseguían también láminas
inservibles de latas de leche y tarimas de maderas que usamos para hacer mesas
y banquetas. Al basurero accedíamos caminando sobre el tubo.
A pesar de la humedad y temperatura extrema en el
interior de la cocina del ranchito, por el calentamiento solar y la quema del
querosén, compartíamos hermosas experiencias en nuestro diario convivir; dónde
nuestra querida y bondadosa Mamá Evelina, con su natural ingenio gastronómico
campesino, preparaba suculentas sopas de arvejas y caraotas con agregados de
pasta larga y bolitas de harina pan; los inimitables guisos de bollos pelones
de harina pan con rellenos de carne molida, el exquisito plato de fideos a la
sardina de pote, propio de la cena, o el atol de avena Quaker o fororo La Lucha
con la ración justa de leche en polvo, para la merienda nocturna; algunos fines
de semana, cuando el bolsillo lo permitía, el bocachico o la manamana guisada
en paila, rellena con la pulpa desmenuzada del propio lomo, lonjas de huevo
cocido y papa, y aderezada con anchas hojas del aromático culantro cultivado en
el mismo patio del rancho; de lo contrario, se recurría al bagre blanco bigotúo
o de la “mariana enguevaá” de la
“Piedra de la Indulac” de la “Orilla del Rio”, frito en manteca vegetal “Los
Tres Cochinitos” comprada por cucharadas en el “Gato” de la esquina o en la
tienda La Surtidora en la Cinco de Julio. El sancocho de hueso blanco de res
con algunas trazas de carne, dejadas por cortesía del carnicero a su fiel
clientela del rancho, era también la especialidad culinaria de mamá, a fin de
nutrirnos con vestigios de proteína cárnica animal. No faltaba el plátano “cosío” o “asao” con una untada de mantequilla, acompañado de blancos y
deshidratados hilos de queso de año, obtenido bajo la técnica del rallado
minucioso por el lado de pequeños orificios, con la esperanza de que el pedazo
recién comprado rindiera para toda la familia; muchas veces presenciamos cómo
mamá, disimuladamente, disminuía su ración para complacer nuestras necesidades.
Las Semana Santa en el campo era propicia para la
preparación de los acostumbrados dulces criollos del Sur del Lago; aprovechando
las bondades de la tierra cultivada, el día Lunes Santo ya Mamá estaba
recordándole a Escalona, como llamaba a Papá, que tumbara directamente de la
mata la lechosa verde y gecha, recogiera y pelara el coco seco con agua y el
limonzón grande con abundante pulpa. Estos ingredientes formaban parte de la
exquisita dulcería criolla de mamá, donde destacaba el majarete preparado con
el blanco zumo del coco rayado, el calabazate con la pulpa del limonzón fresco
y el arroz con leche con su aderezo de clavitos y canela para servir y degustar
combinado con el insustituible dulce de lechosa. Lamentablemente, en la calle
El Tubo no disponíamos de tales ingredientes, así que el consumo de tales
exquisiteces estaba restringido en nuestra dieta durante la semana mayor.
Los diminutivos
En nuestras primigenias tertulias hogareñas, Aya, Ara, Nano y
Conía fueron los diminutivos familiares sustitutivos de Yoli, Araíza, Orlando y
Eliconida, respectivamente, creación de nuestra pueril inocencia, como recurso
simplificador de vocablos de difícil pronunciación; perduraron durante años en
nuestro entorno, hasta que entraron en desuso en la adultez. Mamá, poseía la
mínima formación religiosa practicada en los hogares andino; Padre Nuestro, Ave
María y Credo los aprendimos de sus entonaciones desde pequeños y su perenne
bendición nos cobijó siempre, aún en nuestras ausencias. El obligatorio “chón nano” de mi sobrina Ara, previo a
la conciliación del sueño y posterior despuntar del día, yo lo respondía con un
elocuente y sonoro “an diga areka”,
articulado para imitar el “Dios te
bendiga y te favorezca”, exclamación de mis padres para nuestra diaria
protección divina; las persistentes bromas de mis hermanas Aya y Conía dieron
al traste con las próximas bendiciones.
La afición hípica de Papá
Papá, era muy aficionado a las carreras semanales de caballos, su
único entretenimiento de fin de semana al retornar al pueblo. Esta afición la
inició durante nuestra permanencia en Mene Grande, donde sellaba cuadros de
caballo en vaca con Tía Carmen y el Señor Palma, vecino de Rancho Grande, con
quién pegó uno de cinco de escaso valor. Del igual modo, residenciado en
las fincas del Sur del Lago, el miércoles encargaba en el pueblo la compra de
la Gaceta Hípica y La Fusta, y con sus escasas habilidades para la lectura, se
fajaba a leerla e interpretarla bajo un esfuerzo sobrehumano por la pequeñez de
las letras y la deficiencia visual que empezaba a padecer con la presbicia. Así
que, cuando retornaba a la calle El Tubo me correspondía ayudarlo los fines de
semana antes de escoger los caballos definitivos; leerle los comentarios sobre
los jinetes, los últimos caballos que montaron con sus respectivos pesos, cómo
fue la partida en la última carrera, qué si el preparador fue fulano o qué si
zutano no lo recomendaba. Por lo general sellaba cuadros baratos de cuatro
bolívares con los imperdibles favoritos y los recomendados batacazos; algunas
veces los hacía en vaca con los vecinos Dírimo y Guillo, buscando apoyo en la
suerte de los amigos. Al tener la lista de caballos preparada, le llenaba con
todo el cuidado del mundo los formularios y él los llevaba a sellar a la
Orilla. El domingo de una a seis de la tarde Papá escuchaba religiosamente los
comentarios de última hora y las narraciones de las carreras por Radio Popular
de Maracaibo. Faltando un minuto para la partida se transformaba, preparaba su
mano derecha y empezaba a batir los dedos con fuerza y a “pujar la carrera” para que su caballo alcanzara el primer lugar;
varias veces metió cinco y pocas logró “pegar”
un cuadro con seis de escaso monto. Recuerdo cómo Mama le “echaba vaina” cuando decía “Otra
vez volvieron a raspar a Escalona, estudia y estudia y siempre lo raspan”,
a lo él respondía con su permanente parsimonia “¡Ah no!, no sea tan soqueta usted, acaso que esto es un juego muy
fácil”; después de la carreras venían los análisis y los comentarios: “Pero quién iba a imaginar que Estandarte iba
a ganar, ¡qué vaina Guillo, sí los dejé marcado y por terco no los puse!”.
Muy a pesar de la pérdida de esa semana, mantenía la firme esperanza de que
sería la próxima vez. Papá mantuvo la
ilusión de que su hijo se convirtiera en jinete de caballo; al salir de sexto
grado me propuso que fuera a estudiar al Hipódromo, me comentaba que serviría
para jinete porque iba a ser bajito y delgado, requisito sine qua non para los
aspirantes a jinetes; por supuesto Mamá no lo permitió. Menos mal!
Amores de mis hermanas
Para Yoli y Araiza
En los campos floridos, las rosas se cortan a su justo tiempo. Dos
mozuelos empezaron a rondar la calle El Tubo cuando se supo de la llegada de
dos hermosas jóvenes desde lejanas tierras petroleras. Sin retrasar un instante
sus joviales vidas, Nerio y Colita emprendieron la búsqueda insistente de los
capullos en flor. Jamás se les había visto en minuciosa y recurrente ronda los
fines de semana por ese sector, aunque ya eran del conocimiento de la
muchachada de las barriadas aledañas, los bailoteos sabatinos en casa del Señor
Guillo. Sus finos sentidos para la detección de la dulce piel y los ojos
relucientes de mis hermanas Ara y Aya, fueron suficientes para sus
acercamientos. Ya nuestra vecina Ramona lo decía en sus comentarios en alta
voz: “Revolotean gavilanes en búsqueda de
inocentes polluelas desprevenidas; Evelina
ponete mosca con las muchachas”. Pero, “Lo que es del cura va pa la iglesia”. Nerio emprendió su conquista
hasta que conoció a mi hermana Aya; merodeaba el sendero con su compadre Marcos
Prieto cuando al fin la divisó, era casi quinceañera, delgadita y esbelta, de
ondulante cabellera negra e inquieto mirar, como le habían comentado. Lo
impresionó tanto que, su garganta trabada, sólo alcanzó musitar “Adiós sota de basto”; sin respuesta
afinada, pero con la necesaria cortesía jovial, no se hizo esperar el “!Ay papá!” de mi hermana. Frase
pronunciada con la candidez de una joven también impresionada y que desde ese
mismo instante se mostraba como una afirmación inconsciente al: “Está bien, acepto tu amistad”. La sota
de basto era la definición precisa de la imagen de la mujer soñada, aunque la
intención inicial de muchacho picaflor era el de sumar amoríos a su ya
respetado catálogo. Craso error, Nerio desconocía que en tal entonación
improvisada y por no tener más nada que decir, con el ¡ay papa!, mi hermana le
había sentenciado su vida amorosa; ahora sería ella quien definiría y
encausaría sus futuras relaciones. A partir de entonces, crece y consolida el
amor que se dispensan hasta que llegó el día en que, como era tradición en el
pueblo, se vio al gavilán en último vuelo de reconocimiento, con sus amplias
alas desplegadas, su nítido enfoque de alta visión lejana, sus recién afiladas
y precisas garras y de un zarpazo se “sacó”
a mi querida hermana Aya. La noticia rápidamente le llegó a nuestra madre quien
con suma desesperación, rabia, impotencia y dolor asumió su búsqueda por las
calles del pueblo, hasta que la ubica y la rescata, pero ya el rapaz había
realizado con maestra precisión su trabajo. Al año nace mi primer sobrino,
Osmar, quien fue la alegría de todos en el rancho. En secuencia impostergable,
celebramos la llegada de Cheo, Nerio, Manuel, Alí y Yoneira y comienza la
consolidación de nuestra familia. En agradables tertulias parranderas con
saboreo de frías catiras espumantes, mi cuñado Nerio nos comentó, que no
necesitó de ningún artilugio amoroso en su conquista a mi hermana; su secreto
revelado a mi amada esposa: “!Vergación
Goya, es que yo sí era bonito, pa que vos me hubieras visto!”. No fue
suficiente el conjuro con la rígida disciplina familiar de valores andinos
impartida por mamá, ni sus repetidas bendiciones, ni sus peticiones a su San
Gregorio bendito, ni a su Santísima Trinidad y la Virgen del Carmen, para el
resguardo familiar; de nada sirvió la recomendación vecinal, la invocación a
San Alejo ni la colocación patas arriba de San Marcos de León, no fue el
asedio, hostigamiento o represalias al no estar en total acuerdo con la
relación; no, aquí se conjugaron el amor profesado por Aya con la maestranza
seductora de mi cuñado. Aún hoy, perdura la unión y perdurará así hasta que el
espacio-tiempo lo disponga, ya que con el afirmar de mi cuñado -“!La que la quiero es verga!”- esos
tiempos de amores permanecerán inmutables y se alargarán por siempre.
A los tres años, Colita (Ángel Antonio Guerrero) también cumplió
con su faena prediseñada. Los encantos de mi hermana Ara lo deslumbraron; su
cabellera en graciosa caída de cascada dorada, su tierna y blanca piel adornada
con bellos relucientes, su pequeña silueta ondulante de escultural gracia
infantil y su singular hermosura de delicada ascendencia juvenil. Ara, fue
esculpida con la delicada combinación genética de los Toros y los Mendoza. Para
1965, mi hermana-sobrina sobresalía en hermosura de las demás jóvenes
contemporáneas del pueblo. De esto conoció Colita y surge otro momento de
angustia para mi querida madre. Por
igual, mamá fue al rescate de Ara y al no existir en el pueblo la asistencia
oficial para estos casos, sin saber cómo proceder la lleva a la Comandancia a
poner la denuncia; pero el amor de madre le aconseja que debe llevarla de nuevo
al rancho. De ese temprano romance nacieron Johnny y William. Posteriormente,
de otra relación el grupo familiar se robustece con Richard, Caraciolo, Mariacelis y Ángelo. Así continúa creciendo
la familia.
Cuentos
de los
Nerios Chiquito y Viejo
Para Nerio "Chiquito" y Nerio "Viejo"
En la década del sesenta, después que Yoli y Nerio se casan, nacen Osmar, Cheo y Nerio Chiquito; luego
nacen Alí y Yoneira. La familia les fue
creciendo tan rápido que el trabajo de Nerio no daba lo suficiente para llegar
al fin de semana con la alacena full. La comercialización de los productos
básicos se hacía al detal para cubrir las necesidades más urgentes del día; era
común comprar una papeleta de café, dos cucharadas de manteca "Los tres
cochinitos", doscientos gramos de queso duro para rallar, un sobrecito de
"Ace" para lavar, dos panes “cara
e gato” o tres plátanos verdes para asar, en el “gato” más cercano de la
cuadra, donde el dueño anclaba a los muchachos mediante las cuentas de granos
de arvejas reunidas en la botellita por cada compra que se le hiciera; que al
estar completamente llena se le cambiaba por caramelos o metras, según la
necesidad manifestada en el momento.
Por ser zona platanera por excelencia, se
acostumbraba criar a los panzones con "alimento" preparado con harina
de plátano verde. Así que mis primeros sobrinos también se criaron con tan nutritivo
y económico atol. De todos mis sobrinos, el más tragón ha sido siempre el Nerio
Chiquito. Desde pequeño, Yoli le engañaba el estómago con teteros de agua de
azúcar para impedir que repitiera el segundo de leche y harina de plátano, y
así le pudiera alcanzar el único pote de leche "Reina del campo" toda
la semana, para él y el resto de hermanos. Cuando Nerio Chiquito insistía, le
zampaba un tetero de agua de azúcar para completarle su voraz pancita. De esta
manera Nerio Chiquito se vuelve adicto al agua endulzada. En una ocasión, quedó
fallo de tetero y quería su bendita agua de azúcar. Sus lloriqueos persistentes
con el “Maiiiita, dame más tetero….Quiero
tetero…dame…” cansaron a mi hermana hasta que le dijo “muchacho del coño no ves que no hay más”; Nerio Chiquito, que ya no
era tan chiquito, le dice “Maita, entonces
dame agua de azúcar”; a lo que responde Yoli, porque se le había terminado
también el azúcar: “ pero Nerio Chiquito,
cómo te voy a dar agua de azúcar sí no hay azúcar, mijo, ¡se acabó el azúcar!”,
y con éstas le enseña el pote donde guardaba el azúcar. Nerio Chiquito,
siempre ocurrente desde sus inicios, y con la mayor inocencia del mundo le
responde “No importa Maita, ¡dámela aunque
sea cerrera!, pero dámela”.
Nerio Chiquito ya
había cumplido sus cinco añitos y en su época de niñez, en Santa Barbará había
muy pocos carros, poquísimas motos y unas tres bicicletas – entre éstas, la de
su querido Tío Palillo –; se podía jugar a la pelota en plena calle sin peligro
alguno, y las madres se atrevían enviar solos a sus hijos a las tiendas
cercanas a hacer los mandados del día. Ya Nerio Chiquito, que ya no era tan
chiquito, pues era más grandecito, era experto en ir y venir desde su casa
hasta la nuestra en la calle El Tubo, que se encontraba a ocho cuadras. Aún
para ese diciembre, las calles del barrio Sierra Maestra eran engransonadas y
sin aceras, y en particular la calle El Tubo se volvía un tremendo barrial
cuando llovía. Llegó el 24 y como de costumbre, a las cinco de la tarde, los
muchachos se ponían la percha de estreno. Nerio Chiquito, ya se había vestido con
su conjunto de pantaloncito corto y sus zapatos nuevos estilo machote y estaba
dispuesto a exhibirla, y con la aprobación de Yoli se va a la calle El Tubo con
Cheo, con la clara advertencia de que no se ensuciara, pues era la única ropa
de estreno que tenía para tan esperada fecha. Había llovido la noche anterior,
los charcos de agua abundaban por las calles y ni se diga de la calle el Tubo,
donde persistía el barrial. Fiel a la advertencia, después de recorrer las dos
primeras calles rumbo a nuestra casa, revisa sus zapatos y como ve rastros de
barro en su plantas, los limpia con la mano y sigue; dos o tres veces repite
esta operación y como el barrial empeora a medida que camina, decide quitarse
los zapatos y las medias, y llega descalzo a la calle el Tubo con tremenda
pinta y sus zapatos machotes al hombro en pleno 24.
Las noches en la
calle El Tubo eran de acentuadas penumbras; los bombillos se apagaban muy
temprano para ahorrar. Varios perros de los vecinos cuidaban la calle de los intruso
y extraños. La vecina Ramona tenía uno pequeñín de abundante pelambre negra que
le gustaba asustar a los noctámbulos con sus ladridos desenfrenados en
avanzadas horas de la noche. Cada vez que mi hermana peleaba con Nerio Viejo,
se mudaba con todo y muchachos a nuestra casa en la calle El Tubo, y luego Nerio
Viejo hacía gala de sus atributos y emprendía la reconciliación del caso. Una
de aquellos días, entrada la noche, y amparado en los tragos del momento,
decide buscarla y llevársela a su casa; se adentra en la oscuridad de la calle
y llegando a nuestro rancho le sale a su encuentro con furia el perro negro de
la vecina y le muerde un garrete. Nerio Viejo quedó tan resentido con aquel bendito
animal por la forma como lo embistió esa noche, que propicio un nuevo encuentro
nocturno con el que se había declarado su enemigo acérrimo; otra noche se dio
ánimo con otros traguitos más, libados en el Bar Sol y Sombra, y emprendió su
búsqueda por la oscura calle. Como pudo, lo agarró entre sus brazos y le zampó
tan tremendo y efectivo mordisco en su lomo, que el pobre animal emprendía la
huida cada vez que lo avizoraba, a lo lejos, en la entrada de la calle.
La vieja Ramona
Morales, nuestra querida vecina, era envainada como ella sola; única en su
estilo. Vestía con bartolas anchas para cubrir su humilde y robusta humanidad,
y cuando algo no era de su agrado, batía con furor sus enaguas y salía
disparada para su racho, lanzando improperios sin reparar a quién les cayera. Las
paredes de su rancho estaban completamente forradas con latas de potes de leche
Reina del Campo conseguidas en el basurero de la Indulac, las que continuamente
reemplazaba a medida que se iban oxidando. Su rancho tenía en su parte trasera
un bohío con horcones de madera y techo de palma real, con el único fogón de
leña y horno de barro de la calle El Tubo, donde todas las mañanas y tardes asaba los exquisitos plátanos verdes.
También poseía un excelente pozo de agua con la bomba manual que nos permitía
disponer de agua fresca y cristalina para el consumo inmediato.
Como las paredes de su rancho tenían rendijas por todas partes, se
entretenía fisgoneando de noche a las parejitas que se atrevían a hacer de las
suyas amparados en la oscuridad de la calle y recostados en el fulano tubo.
Nada se le escapaba, y de todo se enteraba. Al día siguiente la calle recogía
sus comentarios a viva voz, y se ponía al día con lo acontecido esa noche. Tampoco
se escapó uno de mis amigos recién llegado de Maracaibo que haciendo gala de
sus destrezas de galán se levantó a la hermosa Teresita, una de las amigas de
mi hermana Ara. A pesar de estar sobre aviso, sin pararle a nada esperó la
oscurantina de la noche e hizo de las suyas recostado al utilitario tubo. Toda
la calle se enteró.
Una mañanita cuando salió a barrer su casa, la vieja Ramona lo
primero que consigue fueron tres cruces hechas con un polvo blanco y una
bolsita roja semienterrada en su frente. Aquello la alborotó tanto que junto
con las sacudidas de sus enaguas volaron sus mejores malas palabras por toda la
calle hasta la caída de tarde y los siguiente días; "Supiera yo del vagabundo que me hizo esto, eso no se va quedar así, yo
no me meto con nadie...". Mientras tanto alguien se revolcaba de la
risa y se daba por satisfecho con la travesura lograda. Después se enteró de la
autoría de mi cuñado Nerio, y cada vez que lo veía refunfuñaba para sus
adentros. ¿Qué no le diría?
Amigo de infancia
Venía del Moralito con toda la gracia infantil de púbero
campesino, sobrino de la vieja Ramona Morales, nuestra querida vecina. Aún, sin
oferta previa para el conocimiento de las primeras letras, las calles de SB y
SC escucharon mil veces sus anuncios a plena voz de “Hueeevooos freeescooos, llegó el hueeeveeerooo”, en la cabina de
una destartalada camioneta. Así se ganaba la vida para la ayuda familiar; así
desarrolló y afinó la garganta para interpretar sus líderes musicales de la época;
quería ser cantante para desplazar a Sandro con su grave entonación cargada de
incipientes fluidos hormonales. Con este recordado amigo El Sapo -Alirio
Morales- festejábamos sus improvisadas variaciones tonales por los quiebres de
voz de su garganta en plena transformación biológica; fuimos contrincantes en
la lucha libre sobre la arena del patio del rancho; aceptó mis desafíos para
tratar de imitar la última llave contorsional de Basil Batat y las volteretas
en el aire con caída de pie; fue el compañero de caminatas y correrías sobre el
lomo del tubo. Estaba presto al análisis de las tramas del cine; con él
predecía cómo Hopalong Cassidy, El Capitán Maravilla o El Santo saldrían ilesos
el próximo domingo durante las series semanales en los cines Royal, Boconó o
Rex. Fue mi primer discípulo cuando logré que de noche, después de su faena,
bajo la luz del pabilo del mechurrio a querosen, lograra las primeras planas
que lo iniciaron en el mundo de la escritura. Durante poco tiempo nos
acompañamos durante la infancia; retornó luego a su lar de origen.
Palabras, frases, mitos y leyendas
Para Orlando, Jr.
En
nuestro hogar nunca faltaron las palabras raras, las frases aleccionadoras, las
historias de fantasías con seres fantasmagóricos del imaginario popular con las
que nuestros padres nos entretenían y controlaban. Bañarse un Viernes Santo
después de las tres de la tarde era exponerse a que la piel se recubriera de
escamas de manamana; menos aún en el cauce de los ríos, donde algunas veces nos
bañábamos, porque “Se podrían convertir
en pescaos”, nos decían. Recuerdo como mi querida Madre me protegía de una
posible indigestión después de las comidas con su consejo de no leer después de
las mismas. También me insistía: “Hijo,
no aguante tanto sol porque le puede picar un tabardillo”; aunque jamás
entendí su significado cuando pequeño, atendía su solicitud diligentemente. Al
igual que jipato y chimbombo; cuando uno dormía un poco más de la cuenta,
parecía que se le hinchaba la cara y nos decía: “Levántese ya, que se va poner jipato y chimbombo”. Al enterarse de
la enfermedad de un vecino manifestaba con jocosidad que había que tener mucho
cuidado porque “Cuando la pata se hincha,
la sepultura relincha”. De noche era prohibido saltar por encima de las
fogatas que se hacían para correr los zancudos, porque era casi seguro que
amanecía mojada la hamaca. La borra del café no se podía pisar por la mavita
que le caería a la familia; me la mandaban a botar en la pata de las matas
lejanas. Con la asomada del primer trueno y relámpago con la tormenta que se
avecinaba, Mamá corría a tapar el único
espejo que teníamos con una sábana o toalla mientras replicaba a viva voz con
un “¡Santa Bárbara bendita!”; tal
recomendación de Benjamín Franklin se extendió hasta nuestro lar. Mientras,
Papá preparaba su cruz de cuchillos para desviar la tormenta hacia otra región;
algunas veces la pegaba. Si la tormenta no cedía, Mamá pelaba por la Vela de la
Candelaria y nos encomendaba a todos los santos con su catajarra de plegarias.
Cuando Alex y Néstor me iban a buscar para emprender nuestro acostumbrado paseo
sabatino por el Malecón de la Orilla de San Carlos, me encomendaba a todos las
santidades con las siguientes expresiones: “José
Gregorio bendito me lo bendiga y favorezca, San Marcos de León me lo libre de
los malos peligros, la Virgencita de Coromoto me lo lleve por el buen camino…”.
Sí la chupita entraba a la casa, un familiar nos visitaría; con la caída
del cuchillo se esperaba un caballero, o una dama si era la cuchara; el tenedor
quedaba para las bromas, y sí coincidía con la entrada de un caballero, surgían
los comentarios. Cuando el canto del Guaco resonaba por más de tres veces,
inmediatamente sentenciaba: “¡Ave María
purísima!, ese pájaro de mal agüero trae mala seña”; y recordaba con
tristeza cómo el pájaro avisó tres días antes la lamentable pérdida de
Ramoncito, mi hermanito menor. Sentimos el rondar nocturno de La Llorona y el
Ánima Sola por el patio de la casa con los lastimeros aullidos de los perros;
cuando percibíamos su “¡Ave María
purísima! entremezclados entre susurros con otros ruegos, nos enrollábamos
con rapidez en la hamaca aunque el sofoco nos sancochara toda la noche. Nos
comentaba que en esos momentos ni por un pienso se nos ocurriera mirar por las
rendijas de las paredes hacia la oscuridad del patio. Las oscurantinas
nocturnas siempre limitaron nuestras visitas al patio después de las ocho; no
olvido las erizadas de piel cuando el mínimo bamboleo del matorral se
transformaba en toda clase de visiones que cobraban vida en nuestra infantil
imaginación. En nuestro rancho de la Calle el Tubo también se entretejieron
historias interesantes. En esos días sólo disponíamos de un bombillo para
alumbrar su interior, así que el patio permanecía en completa penumbra cuando
la vecina apagaba el suyo. Una que recuerdo en particular, era la del “aparecío” en el fondo del patio bajo el
amparo de sombras nocturnas. Algunas veces se mostraba como una tenue
luciérnaga que se movía en el mismo sector del patio; otras, era una difusa y
fugaz silueta que surgía entre las sombras del patio vecino de la vieja Ramona,
se paseaba por el nuestro y se esfumaba hacia el solar lindante de la calle
Aurora. Mis recuerdos no registran el comienzo de su primera aparición, pero un
sábado Papá lo visualizó bien entrada la noche en nuestro patio paseándose
levantado una cuarta del terreno. Desde ese momento, con la tajante certificación
de Papá, nadie dudó de su existencia y traspasar la puerta trasera del rancho
requería de un acompañante con mucho valor; a partir de entonces, los baños al
final del solar se tomaron antes de la caída del anochecer. Sus apariciones resistieron
la presencia del señor Matías, único curioso del pueblo, conocedor de las
herramientas apropiadas, y experto en aplicar oraciones y ritos para desarticular los conjuros previos del difunto
enterrador, dueño del tesoro, y en
diseñar estrategias para enfrentar tales desconocidas e imprevistas fuerzas etéreas;
quién en compañía de Papá y mi cuñado Nerio, pasearon la “aguja” a las doce en punto de la noche del Viernes Santo por todo
el patio en búsqueda del indiscutible entierro. A pesar de que encendieron la
vela de la candelaria para alejar los malos espíritus saboteadores del acto, de
haber rociado con abundante agua bendita para la protección de los presentes el
lugar preciso señalado por el vaivén de la aguja, de trancar el entierro con
cruces de palma bendita para impedir su desplazamiento, el boquete que abrieron
en la tierra a punta de barretón y pala sólo mostró un pozo de agua en el fondo
a la luz del pabilo bendito. Fue quizás la mala intensión de uno de los
presentes o la incredulidad de otro sobre la trascendencia del acto; tal vez la
aguja no contenía suficiente azogue o el “fuerte”
de plata vertido en su interior no estaba bien amalgamado; a lo mejor fue el
mismo temor de enfrentar fuerzas desconocidas. No encontraron nada, ni siquiera
carbón que diera a pensar que el tesoro fue convertido en el negro vegetal por
los malos pensamientos de alguno de ellos; quizás el difunto no quiso cederlo a
ninguno de los buscadores y lo corrió a otro lugar de los patios. También
pensaron que no esperaron el tiempo requerido o cavaron en sitio equivocado.
Mientras tanto Papá culpaba a Nerio de su incredulidad, y de que no se habían
cumplido con los tres responsos previos requeridos para el descanso del alma
del difunto, o de que no se confesaron con antelación para emprender la
búsqueda. Lo cierto que es que el apetecido entierro
se esfumó, se volvió sal y agua, y sirvió para acentuar nuestros temores a la
hora de salir al patio a realizar las acostumbradas necesidades.
Otro caso que llamó nuestra atención
cuando muchacho, fue lo sucedido al niño vecino. Con sólo seis años, Alberto se
había convertido en uno de los carajitos más traviesos de la calle. Aquel
vivaracho, catirito, barrigón y bellaco muchacho estaba sentenciado con que
algo le sucedería por sus continuas travesuras. Una noche durante el juego de
"Cuarenta matas" salió disparado del oscuro escondite elegido a final
de la calle El Tubo, como "alma que
lleva el diablo", y quedó tendido frente al rancho; su cabello dorado se
le convirtió en cenizo y de su blanca carita se escabulló la sangre. Cuando
reaccionó, sus ojos saltones señalaban hacia la oscurantina de donde lo correteó
un inmenso perro negro de ojos enrojecidos que soltaba llamaradas por el hocico.
Tal suceso acabó con el conteo de las cuarentas matas y demás juegos nocturnos,
por un tiempo, en nuestra calle.
Cada año nos sometían a las purgas
para eliminar parásitos y lombrices con frascos de vermífugo colombiano
mezclado con frescolita, para enmascarar su nauseabundo olor; otras veces nos
daban sal de epson o aceite de ricino con jugo de naranja a las seis de la
mañana. La flema en el pecho nos la combatían con manteca de gallina que Mamá
preparaba de los gallinas gordas recién sacrificadas, y que conservaba en un
frasco de vidrio. El asma me la aplacaba Papá con tres cucharadas del mejunje
preparado y vertido en un coco seco, después de tres meses de entierro bajo
tierra en las fincas donde laboraba, y con cataplasmas de vaporub en la espalda
y el pecho durante todo el día y la noche. A mi hermana Ara le arreglaban su
mal carácter con tres guamazos en las piernas con ramas de verbena verde. Las
picadas de avispas y abejas las solventaban con un parche untado de caraña o
chimó; la insistente tos nocturna con una embarrada de querosén en el pecho. Para
el enrojecimiento e infección de los ojos, Papá se aplicaba dos gotas de limón
puro en cada uno; Mamá acondicionaba su negra y hermosa cabellera con la pulpa
de aguacates podridos untada por varias horas. Por supuesto, no faltó tampoco
el infalible Mentol de caja rojiblanca para picaduras y afecciones respiratoria.
La miel de abeja recolectada por Papá se consideraba una reliquia bajo
resguardo, y era de vez en cuando que la saboreábamos con el mínimo malestar de
garganta; para tales afecciones, también nos aplicaban tocamientos en la
garganta con una gaza untada de azul de metileno para combatir su irritación. Si no cedía, acudían al primer antibiótico
existente en ese entonces para atacar las infecciones, en cuyo caso Mamá ponía
a hervir durante quince minutos la inyectadora de vidrio con su respectiva
aguja y nuestra hermana Conía no aplicaba la inyección de penicilina.
Inyectadora
de vidrio de Eliconida en su trabajo de enfermería en el Batey. Al fallecer,
Mamá la hereda; Nerio Viejo es su actual depositario.
Mi Viejo, fogueado en labores campestres y profundamente compenetrado con su mundo mágico natural, dependía de las bondades terapéuticas del campo para solventar los quebrantos de salud de nuestra familia. Convencido de las propiedades curativas del árbol Indio Desnudo, preparó con lujo de detalles el ritual recomendado para una dolencia que me aquejaba cuando pequeño, una hernia testicular. A los cinco años me la trataron mediante un ritual. Papá hizo la respectiva solicitud al Indio Desnudo con una oración: “buenos días indio desnudo, con mucho respeto le pido un poco de su ropaje para curar una dolencia de mi hijo…”; acto seguido, colocó mi pié sobre el tronco del árbol, y con el cuchillo recortó parte de la corteza con la forma y tamaño de mi planta. La plantilla obtenida la colgó de un alambre sobre el fogón de leña para que secara con el humo y calor. Se creía que a medida que fuera encogiéndose la plantilla, ocurriría lo mismo con mi hernia. Así que, cada cierto tiempo revisaba mis testículos a medida que la plantilla se encogía. Parece que funcionó.
Funcionarios
de Malariología de los años cincuenta.
En el monte, en las fincas surlaguense, cada
vez que en la lejanía del camellón visualizábamos la silueta grisácea con casco
plateado del inspector de Malariología sobre su fornida mula, sentíamos nudos
en la garganta con sólo pensar como tragar la dosis de pastillas de quinina que
nos correspondía ese mes, para la prevención del paludismo; aunque también nos
animaba el exquisito caramelo con el cual nos premiaban posteriormente. Funcionarios
que también se encargaban de rociar las viviendas con DDT para controlar el
mosquito transmisor.
Corta
estancia en Mérida
Para Gabriel
Cuando
la Tía Carmen se muda a Mérida con Pedrito, quiso llevarme consigo. Sin
embargo, como no hubo acuerdo entre mis padres, me fui a Santa Bárbara con
ellos y mis hermanas. La idea era garantizarme también la adecuada educación
que se planeaba para mi primo. No pasó mucho tiempo y justo al año de estar en
la calle El Tubo, mi querida Tía convence a Mamá de que estudiara en Mérida.
Recuerdos efusivos de aquel instante
me ubican dentro de la camioneta que, hacía poco, había partido con su peculiar
bamboleo del centro de El Vigía rumbo a la ciudad de los caballeros, cómo se le
conocía a Mérida. El paisaje delineó las primeras sinuosidades en su superficie
en contrate frontal con la llanura surlaguense, de donde yo procedía. Mamá me
había preparado; iba con la panza cubierta de papel periódico debajo de la
camisa y con el pote al lado, por si me
pegaba el mareo. Cuatro horas de travesía faltaban para ver de nuevo a mi
querida Tía; minutos después estaba embebido entre las primeras trazas frías de
la blanca neblina de Las Palmitas hasta alcanzar la entrada de Mesa Bolívar, y la
alcabala de Puente Real sobre el río Chama; luego, aparecía la plaza Bolívar de
Lagunillas marcando el rumbo hacía San Juan, alertando sobre las curvas más
cerradas y empinadas del trayecto, donde muchos dejaban el estómago en sus
orillas; al dejar Los Guáimaros se llegaba al centro de Ejido, y después de su
largo recorrido, a la Parroquia; finalmente se divisaba la avenida Urdaneta de
Mérida. La extensa arboleda de los alrededores exhibía su barbada frondosidad
deambulando entre la tenue niebla. Me encontré con una pequeña y encantadora ciudad,
de asombrosa pulcritud, con plazas, jardines y calles encementadas; techumbres
ocres flotaban sobre las viviendas. La ciudad se presentó acogedora, un nuevo
mundo me esperaba y se ofrecía bondadoso. Atrás quedó la pertinaz humedad, las
candentes y vaporosas calles, el río con sus piraguas enclavadas en el malecón,
los camellones engransonados surcando extensos potreros; la plaga nocturna se
diluyó, el barrial del patio del rancho desapareció, las inundaciones de
esfumaron, el infalible pito se hizo imperceptible. Empecé a descubrir altas
cumbres de blancas pinceladas, calles empinadas, acentos pausados y saludos
sosegados. El penetrante frió se atenuó frente al cálido recibimiento; llegamos
a la casona de la Tía Carmen.
Y así fue; hice cuarto grado en el
colegio Vicente Dávila, frente a la plaza de Milla, es decir, la plaza Sucre.
Hermosos recuerdos quedaron profundamente grabados en mi corazón durante el año
que pasé con Tía y Pedrito. Tía, experta en exquisitas comidas, suculentos
manjares y delicada repostería, decide montar una residencia estudiantil para
atender jóvenes provenientes de otros estados, que hacían sus carreras en la
Universidad y la Escuela Técnica Industrial; donde, en ésta última, Pedrito se
formaba como perito electricista. Como el caserón tenía diez cuartos, también
le alquilaba a la familia Pacheco, cuyo esposo tocaba magistralmente el violín
en el programa radial Revista de la Noche, moderado por Don Germán Corredor en
Radio Universidad, una de las dos emisoras de la ciudad. Declinaba el año 1963.
La vieja casona, ubicada en la avenida
dos, a cien metros de la plaza, tenía su patio central con hermosa jardinera
donde la Tía cultivaba sus rosas, geranios y claveles, afición practicada desde
que vivía en los campos petroleros zulianos, en cuyas casas siempre florecieron
multicolores plantas decorativas. Tenía también un segundo y amplio patio
lateral donde algunas veces, ella misma y los inquilinos sembraban cilantro,
cebolla en rama y ajíes para el consumo diario, y donde me pasaba correteando y
explorando el pedregal. Era de gruesas paredes de barro con un zaguán para su
acceso al interior. Su tejado protegía el amplio corredor frente a la hilera de
habitaciones que bordeaban al patio central. Pedrito compartía su habitación
con uno de los estudiantes, y mi querida Tía compartía la suya conmigo.
Varias
casas más abajo, vivían Tío Toro, la abuela "Mamájusta" y mis
primos Cheo, Judith, Jhonny y Yanira, en
una hermosa, sencilla y moderna casa de la acera del frente, y más cercana a mi colegio. El profundo desengaño amoroso
que tubo mi Tío con su esposa, lo hizo renunciar de la compañía Shell en Mene
Grande, y emigrar a Mérida con mi abuela y sus cuatro hijos antes de que mi tía
se mudara. Tía Carmen, Evelina y tío Toro, eran hermanos de sangre por la
abuela Justa. Con el Toro se apellidaba mi abuela, y Toro era el de mamá, tía y
tío, también. A fin de rendir los realitos de la herencia, Tía se asocia con
Tío Toro y montan una bodega de víveres; sin embargo, no dio buenos resultados el
negocio. Tío había trabajado cuatro años
antes, en la construcción del teleférico como técnico electricista, oficio que
conocía muy bien por la amplia experiencia adquirida en la Shell. A pesar de la
distancia, el tiempo trascurrido, el cambio de ambiente y haber encontrado una
nueva pareja eventual, no supera el profundo guayabo que le embarga y se
entrega a la bebida consuetudinaria. El trabajo, el negocio y su salud se
desmoronan cual castillo de arena frente a inclementes ventarrones, y fallece
de una cirrosis en Maracaibo. Dos años antes había fallecido la abuela Justa.
Al llegar a edad avanzada, en la abuela se desarrolló la enfermedad de
Parkinson, y a pesar de sus contracciones involuntarias de su cabeza, hombros y
brazos, cumplía con la tarea de criar a sus queridos nietos, hijos de Tío. En
particular, mi abuela Justa siempre me mostró afecto, y cuando los visitaba, al
regresar del colegio, me obsequiaba cualquier cosita que me había guardado del
almuerzo. Yo también le tuve mucho respeto y sentía que la quería, al igual que
a mi tío Toro. Conocí por primera vez a mi abuela en el caserío ferrocarrilero
del kilómetro "Cuarenticinco" cuando en una única oportunidad nos
visitó, y se quedó un tiempito temperando con nosotros disfrutando de las
bondades del campo, con la intención de sanar un problema respiratorio que le
afectaba. La amibiasis que casi me mata sirvió para visitar, por vez primera, a
mi abuela y tío en Mérida, oportunidad cuando verdaderamente los conocí; ya los
había visto con anterioridad, pero carezco de recuerdo precisos de esos
momentos. La seriedad de Tío me impresionaba, no guardo gratos recuerdos de su
trato conmigo; el polo opuesto,
grandiosamente lo ocupaba mi querida e inolvidable Tía.
En la casona presencié las primeras
contorsiones impuesta con la moda del twis y el rock and roll cuando la negra
Antonia, haciendo gala de sus dotes, se fajaba
bailar con los estudiantes en el patio central de la residencia; con
ellos conocí y probé el casabe oriental, y me gustó. Una mañana, como de
costumbre, antes de ir a la escuela me fui al único baño de la casona y lo
encontré patas arriba con el piso totalmente removido. Después me entero que
pasaron toda la noche cavando y no encontraron indicio del bendito entierro, se
había esfumado. Trataron de salvar el alma en pena con tal acción, cuyos avisos
previos se conocían por los tenues cocuyos que rondaban esos espacios, el
bullicio por corotos caídos en la cocina, los quejidos y murmullos que se
escuchaba a la sombra de la noche, el traqueo de cadena arrastrada por el piso;
pero nada, ese día los diligentes muchachos, incluido Pedrito, se levantaron al
mediodía con la cara escurrida y la desilusión acrecentada, y así se terminaron
las historias y los cuentos de aparecidos rondando el baño y la cocina de la
casona.
A los meses, Tía terminó con el
negocio de la residencia y nos mudamos a la casa número 41 que antes había
comprado en el pasaje Muñoz de la Hoyada de Milla. Pedrito se metió a "cabeza caliente", y fue expulsado
de la Escuela Técnica Industrial, razón por la cual mi querida Tía lo envía a
la escuela de Barinas donde termina sus estudios. Cada quince día,
religiosamente la Tía emprendía el viaje con la correspondiente caja de
alimentos y ropa para garantizar la culminación de sus estudios; gastos
imprevistos que fueron mellando la poca fortuna que aún le quedaba.
Aunque ahora el camino a la escuela se
me hacía más largo, recreaba su recorrido sumergido en la espesa, blanquecina y gélida neblina de aquellos singulares
amaneceres. Con los nuevos amigos del pasaje inventamos las caminatas a la
Hechicera; los sábados emprendíamos el ascenso del monte Cristo Rey del barrio
La Milagrosa por toda la cumbrera y al bajar, llegábamos al rio Albarregas, y
en sus pozas de cristalinas y heladas aguas nos zambullíamos. Cómo disfrutamos
de esos inolvidables paseos explorando el herbaje de los espacios silvestres de
la rivera del río, atravesándolo de orilla a orilla, contemplando sus
pececitos, saltando en el pedregal, y recogiendo la mora silvestre entre sus
espinosas ramas, que luego vendíamos en la bodega por uno o dos bolívares de
plata, y que nos servía para los recorridos domingueros en el autobús de la
Vuelta de Lola a Gloria Patrias, con su respectivo retorno; luego, nos esperaba
la película matutina de la semana del Cine Miranda en Belén, por real y medio.
Antes, cuando vivíamos en la casona, Pedrito y Mercedes Pacheco, su hermosa
novia, me llevaban al teatro Gloria Patrias frente a la plaza de Milla; espacio
de mayor categoría social reservado a las películas de estreno del mes, y donde
las damas y caballeros de la ciudad hacían gala de sus nobles modales
ciudadanos, y del obligado suéter o paltó que se exigía en su entrada. Mercedes
se convirtió en su novia oficial después de formalizar la relación con sortija
de oro y plata, y pedirla en acto protocolar en matrimonio para un futuro
cercano. Al poco tiempo el destino finalizó su trabajo. Mercedes, era una hermosa
muchacha andina de buena familia; de refinados y exquisitos modales, estudiosa de
los procesos pedagógicos del momento que le impartían en la "Escuela
Normal Rómulo Gallegos"; dedicada tanto al trabajo docente, como a la elaboración
de sus exquisitos dulces de leche e higos rellenos con leche condensada
preparada en baño de maría; estos últimos, frutos de su exclusiva creación. Con
el tiempo funda su propia fábrica familiar "Dulces El Manjar", donde logra
consolidar sus ideas sobre tales especies de la dulcería andina, muy cotizada
en nuestra patria. Fruto del matrimonio nacen Carito (Carolina) y Nené (Pedro
Daniel), posteriormente Nano (Leonardo) y Katica (Katty Karibay). Por las
tardes, Tía bajaba desde su casa hasta la fábrica para ayudar con la
elaboración de los exquisitos dulces; y por supuesto, apartaba mi
correspondiente ración.
A pesar de su origen andino, Mamá sólo
visitaba la iglesia en Semana Santa. Sin embargo, noche tras noche a la hora dormir
nos ponía a rezar un padre nuestro y un ave maría. Por igual lo hacía la Tía. Era
también costumbre entonar estas oraciones antes del inicio de la clase con mi recordada
maestra Celina de cuarto grado, en la escuela Vicente Dávila. Sin embargo, ni
en SB ni en Mérida hice la primera comunión, aunque se hicieron algunos
intentos. Como Tía iba mucho a misa, de vez en cuando me llevaba con ella, y
así conocí un personaje singular que siempre estaba presente los domingos frente
a la Iglesia con su cañón de mortero a cuesta y su chicote de tabaco preparado
para encender la mecha; era Mática, quién con su presencia engalanaba las
mañanas domingueras anunciando el fin de la misa con sus estruendosos cohetes y
morteros lanzados a las alturas, y quién guiaba las procesiones por las calles
empinadas de la ciudad durante las celebraciones religiosas; tampoco faltaba en
las paraduras del niño en las iglesias de la ciudad. Otro personaje inolvidable
de aquella ciudad de la cortesía y la pulcritud fue Luisito; empaltolado y con
su tupida y nevada barba recorría la ciudad de cabo a rabo con su pausado
andar, parando ratos largos de puerta en puerta en espera de algún obsequio
para sobrellevar los friolentos días. Con él me cruzaba algunas veces en el tránsito
a mi escuela, o durante su ronda diaria por nuestra casa en búsqueda de los
ponquesitos y el cafecito de la Tía. Luisito era el "Coco" del pasaje
Muñoz; cuando su singular figura hacía presencia en la entrada, los niños más
pequeños desaparecían por el temor que se los llevara.
Mática.
Al llegar julio y finalizar del año
escolar, retorné a Santa Bárbara y no regresé más porque el pensado de la Tía
era quedarse conmigo, como decía mi Mamá. De nuevo en la calle El Tubo y en la escuela
Chupulún.
Escuela y Liceo
Tercero, quinto y sexto grado lo estudié en Santa Bárbara en la
Escuela Nacional Graduada “Chupulún”; recuerdo mi querido maestro Carlos por su
empeño en educarnos bajo recia disciplina, revestida de singular amistad y
querencia manifiesta hacia sus discípulos; cuarto en Mérida, de nuevo bajo
protección de la Tía, en el Grupo Escolar “Vicente Dávila”. Bachillerato
completo lo cursé en el Liceo Comprensivo “Francisco Javier Pulgar” desde 1965
hasta 1970. Innumerables recuerdos perduran de ésta hermosa época de pubertad y
adolescencia. Aparecen en escena mis amigos de pubertad y juventud Alexis y
Néstor; amistad cristalizada en profunda hermandad en el presente.
En un rancho como el nuestro era de esperar que no
existiera ni una incipiente biblioteca; escasamente el presupuesto de papá
alcanzaba para nuestra deficiente alimentación. En esa época de inquietud
juvenil casi nunca tuve libros propios de lecturas, los que pude leer fueron
los de Alex y Néstor. En el Liceo estudié con textos prestados; la mayoría de
las veces lo conseguía con mis compañeros por una noche; cuando estudiaba con
ellos estaban más tiempo a mi disposición. No fui un estudiante excelente, aunque
disfrutaba mucho del estudio y la lectura. El apoyo de Mamá impidió que trabajara. A continuación algunas de mis calificaciones según el boletín suministrados por el Liceo.
Coquimbo
Para Alexis y Nestor
Las novedades en los pequeños pueblos se esparcen como polen en
torbellino; no terminaba de estacionar el camión zaguero de la caravana, cuando
en nuestro patio se comentaba su llegada. Se avizoraban temporadas de diversión
eventual contemplativa en el carrusel itinerante de pueblo. El espacioso
terreno frente al cine Rex, entre las avenidas Santo Domingo y Aurora,
deslumbra con noches de coloridas luces y traquetear
metálico de piezas aceradas entremezclado con bullicio infantil; era ocasión de
encuentros con amigos y deguste de “gallitos
de maíz”; de giros intermitentes de “caballitos”
en perenne balanceo, de hormigueo visceral en “vuelta a la luna” en sillas pendulares de acción centrípeta y
efecto gravitatorio con caída casi libre; de colisiones entre “carritos chocones” con destellos
lumínicos de descarga electrizada; de zigzagueos circulares en quimeras de
cosmonauta precoz; de intercambio de atrevidas hipótesis para elucidar cómo se
trocaba la doncella de la caseta del terror en el agresivo gorila que pretendía
salir de la jaula; de apuesta esperanzadora, de dados trucados y ruletas fieles
al operador; de desenfrenados saltos de alegría y dejos de tristezas con
exclamaciones de picaresca zulianidad. En tal escenario, revivo el instante en
que parado en una baranda con mi amigo de infancia “El Sapo”, sentí un fuerte
coscorronazo acompañado de risas estridentes; aunque giré rápido no pude
identificar mi agresor; dos o tres más se estrellaron inclementemente de nuevo
en mi cabeza hasta que al fin visualicé su cara. El fastidioso pendenciero de
mi edad, de pelo rizado y nariz achatada, brincaba con eufórica emoción, y
tartamudeando alardeaba por la fechoría que me hacía. Esa noche, el rostro de
ese pequeño bribón lo grabé en fotografía cerebral 4D de alta resolución.
Uno de aquellos días de septiembre crucé el puente de
hierro del río Escalante; antes, por supuesto, ya lo había transitado en varias
oportunidades, pero esta vez lo hacía con el firme propósito de pasar al “Otro lado” - San Carlos del Zulia - para
debutar en la clase de primer año de bachillerato en el Liceo Comprensivo
“Francisco Javier Pulgar”, ubicado para ese entonces en una vieja casona frente
a la Plaza Bolívar, al lado de la Iglesia y diagonal con la Comandancia de
Policía. Prendido de emoción tomé posesión de un pupitre a mitad del salón; de
inmediato escuché el cuchicheo que provenía de una voz inconfundible como si la
conociera desde siempre. La curiosidad pudo más que la interesante descripción
que hacia nuestro profesor de biología
de cómo abordaría las estrategias pedagógicas en su materia. Mi gran sorpresa;
de nuevo, justo detrás mío estaba mi verdugo de la semana anterior. En esa oportunidad,
con picardía dibujó tan noble sonrisa que la consideré como un afable saludo;
el muérgano se acordaba de su travesura. A partir de ese momento se estableció
uno de los más grandes lazos de amistad que aún ni el tiempo mismo, ni la
distancia, han podido deshacer. Era Néstor Luis Chirinos Ávila, el Coquimbo
como le decían sus hermanas, vecino de la calle Aurora; vivíamos tan cerca que
casi coincidían los patios de nuestras casas. Con él empezaron las tertulias,
el compartir de inquietudes e incipientes saberes hasta que formamos un grupo
de estudio con los hermanos Pinto, Ángel y Víctor, también compañeros de clase.
Al poco tiempo estaba con ellos estudiando bajo las amarillentas luces de los
faroles de los postes de la calle Aurora; tratando de visualizar los
movimientos de la Tierra y la Luna, comprender el concepto de “los Universos Islas” inmersos en el
Cosmos y descrito en el excelente libro de texto “La Tierra y sus Recursos” de Levi Marrero, el ciclo de crecimiento
de los hongos y helechos o dándole la vuelta al signo menos para entender su
significado en las sumas algebraicas vistas en la reciente clase de
matemática; también, intentando imitar la pronunciación del “ja gua ri yiú” con su correspondiente
replique del “ai yam fain, en yiú ”
de Ernesto Feo, nuestro querido y respetado profesor de inglés. Recuerdo que el
primer día de clase, ignoraba por completo la nueva estructura escolar en horas
de clase; mi sorpresa fue grande cuando a los cuarenta minutos cambiamos de
profesor, salón y tema de discusión; cuando terminó la clase de Formación aún
me preguntaba cuándo iríamos a formar; era la clase de Formación moral y
cívica; bendita inocencia la mía. Jamás le comenté esto a los compañeros para
evitar molestias innecesarias.
Posteriormente, las banquetas de la Plaza Bolívar se
convirtieron en nuestro espacio de reunión para el estudio nocturno hasta que
Néstor propuso la genial idea de saltar la cerca y acceder a los salones del
Liceo para estudiar con confort. Fue la peor decisión de la noche; el sereno de
guardia nos atrapó y condujo hasta la Comandancia de Policía donde, después de
la reprimenda, nos dejaron detenidos hasta las cinco de mañana, con la
correspondiente notificación a las autoridades del Liceo y citación a nuestros
representantes, Evelina mi mamá y Balbina la de Néstor. Por igual, la
tranquilidad de las gradas del estadio del barrio Veinte de Mayo, cerca de la
casa de Teodora, la mamá de Alex,
sirvió de escenario para nuestros estudios, disertaciones y diversiones durante
el tercer año de bachillerato. Néstor, sí que era disposicionero, al decir mi
querida Madre; ¡cómo inventaba!
Estaba pendiente de las melodías de Palito Ortega, los
Beatles, Leonardo Favio, para comprar sus últimos discos de acetato de 45
o 33 RPM; de Los Apson, grupo mexicano
go-gó de los sesenta o del cantante español Raphael. Coleccionaba sus larga
duración (LP). Al principio compró un pequeño Pickup de pilas que nos servía
para el disfrute en diversos lugares del pueblo, bien frente a su casa, en el porche de la casa de
Alex o en las gradas del estadio del barrio; posteriormente, adquirió otro más
sofisticado con sonido estéreo y dos cornetas independientes. Ya las fiestas y
parrandas se armaban los fines de semanas en casa de algunas familias que
colaboraban con la muchachada de entonces, con un cuarto forrado en colorido
papel y bajo la penumbra ofrecida por un bombillo pintado para atenuar su
potencia lumínica. Varias de esas juergas juveniles se montaron con el pickup
de Néstor, quién gustosamente lo ponía a disposición con su exquisita selección
musical. Él era el único que manipulaba el aparato y no aceptaba
recomendaciones. En una de esas hermosas parrandas en pleno apogeo a las diez
de la noche, de repente se termina la algarabía y deja de sonar el Pata Pata de
Miriam Makeba, suelto mi pareja al llamado de Néstor, sin mediar palabra me
monta una corneta en el hombro y él, con la otra bajo el brazo y el tocadisco a
cuesta, me dice “nos vamos de esta verga,
se acabó la fiesta”. No recuerdo el motivo, quizás fue un desacuerdo por la
preferencia musical entre el disc-jockey y el dueño de la casa o determinó
sobremanera el que otro le levantara la chica de sus sueños. A partir de
entonces jamás nos volvieron a invitar los amigos a departir momentos tan
gratos e inolvidable como esos.
Hemphill Schools
Cursaba el segundo año de bachillerato cuando me enteré por un
aviso de prensa que Hemphill Schools impartía por correspondencia el curso
teórico-práctico de Radio, Televisión y Electrónica. Emocionado envié el cupón
por correo a la Capital con todos mis datos. Como nuestro ranchito carecía de
dirección postal, la Señora Petra, vecina de la calle Aurora, recibió la
correspondencia. El día que llegó el sobre con la respuesta no lograba superar
la emoción cuando vi un folleto con varios dobleces, ampliamente ilustrado, con
todo el material bibliográfico y experimental que ofrecía el curso; ya me veía
con el equipo sobre la mesa haciendo experimentos para armar el radio
superheterodino y el televisor a tubos que ofrecían. A medida que avanzaba en
el curso, pude conocer procesos electromagnéticos presentados en forma clara,
sencilla, y ampliamente ilustrados; con estas lecciones estudié por vez primera
los fenómenos eléctricos y las ondas electromagnéticas, llamadas en los
folletos hertzianas; entendí el método de amplificación y detección de una
señal de radio, qué se caracterizaba por una longitud de onda y frecuencia, que
podía viajar en el “éter” a trescientos mil kilómetros por segundo; por
supuesto, en la década del sesenta existía suficiente claridad conceptual
acerca del campo electromagnético, pero los folletos del curso aun hacían
referencia a este concepto obsoleto; me enteré de la existencia y
funcionamiento de los diodos, tríodos y pentodos como válvulas electrónicas que
formaban partes estructural de los circuitos de radio y televisión. Pese al
esfuerzo de Mamá sólo pude estudiar un tercio del curso; con todo el dolor del
alma sólo llegué a estudiar la lección treinta y cinco y jamás pude
experimentar con el equipo prometido por faltas de recursos para cancelar las
mensualidades. Aunque era un buen curso, sin embargo en esos años ya estaba en
desuso por el auge que estaba tomando la electrónica del transistor con la
nueva tecnología del semiconductor. Sin embargo, aunque no pude adquirir el
laboratorio soñado, reuní algunos equipos viejos que recogía en el solar del
técnico de radio y televisión que laboraba en la calle Aurora y los desarmaba
para obtener condensadores, resistencias, transistores y cornetas, con la
ilusión de hacer unos que otros experimentos. Este curso me dejó grandes
satisfacciones y enseñanzas, y perfiló mi curiosidad por el conocimiento de los
fenómenos electromagnéticos. El radio a transistor de mamá también se convirtió
en material para el aprendizaje al tratar de interpretar los circuitos vistos
en el curso. Con la excusa de limpiarlo por dentro, lo desarmaba y armaba a
menudo, para tratar de comparar sus circuitos con lo estudiado en las recientes
lecciones de electrónica.
Ese radio reproductor de Mamá formó parte de mi entretenimiento; con él sintonizaba durante las noches emisoras de onda corta de los lugares más remotos del globo. Especial recuerdo conservo de Radio Habana Cuba y su música de alto contenido revolucionario, tal como los sones Y en eso llegó Fidel (https://www.youtube.com/watch?v=Y07FZfHzHrQ) y La OEA es cosa de risa (https://www.youtube.com/watch?v=_Q5Ml-MlHQw) de Carlos Puebla. Así mismo, típicos bambucos del folclore musical colombiano con su característico brillo acústico de cuerdas de triple, adornaban nuestras penumbras en las fincas surlaguenses donde Papá laboraba.
El incendio
Un 4 de diciembre de 1965, día de Santa Bárbara, se prende la
algarabía en la calle El Tubo bajo tiempos de crepúsculo vespertino. La Vieja
Ramona batiendo sus enaguas vigorosamente con las manos, forma la alharaca y
corre despavorida anunciando que los depósitos de petróleo de la planta
eléctrica en la rivera del Escalante, estaban en llama. Los vecinos tocaban
insistentemente “el tubo” a lo largo de la calle y creían detectar un minúsculo
calentamiento, mientras contrastaban opiniones sobre la conexión o no del tubo
a los tanques incendiados; se pensaba que las llamas alcanzarían la calle y
chamuscarían la ranchería. Sin espera retardada, salimos de los ranchos y nos
ubicamos en la entrada de la calle hasta bien entrada la noche para retornar
luego a conciliar el sueño. Esa noche pocos durmieron y quienes los hicieron “durmieron con un ojo cerrado y el otro abierto”.
Después nos enteramos que el tubo no tenía ninguna conexión con los depósitos
incendiados. La prevención camina tres pasos delante de las lamentaciones; nada
pasó.
Cursaba primer año de bachillerato cuando este suceso
sorprendió al pueblo; en la siguiente clase de castellano nos asignaron como
tarea del mes, diseñar y escribir un periódico escolar; formé parte del grupo
de estudiantes que estaban con Alexis José Fernández Quintero. En ese momento
se inició una gran amistad con Alex, como le llaman sus hermanas, consolidada
en fuerte hermandad desde aquellos días. Para cumplir con nuestra tarea escolar
y además satisfacer la curiosidad por lo ocurrido en el incendio, visitamos el
área del desastre y reseñamos como noticia tan horripilante hecho en nuestro
Periódico. Con Alex se refuerza el grupo de estudio y discusión de las tareas
semanales, surgen las primeras inquietudes intelectuales, el interés por la
lectura de libros literarios.
Literatura y música
Ostensible la pasión de Alex y Néstor por la
música y la lectura; con ellos tuve la oportunidad de conocer y disfrutar de
las últimas melodías pegadas en la radio y de las primeras lecturas literarias.
Néstor compró un pequeño pickout portátil a pilas y se hizo de una excelente
colección de long play que nos permitía escuchar a nuestro antojo –condicionado
por el límite de las pilas- los ídolos musicales del momento como Leo dan,
Palito Ortega, Leonardo Favio, Sandro y Raphael, al igual que aquellos añorados
conjuntos de rock que más sonaban, como Los Claners, Los Dark, Los 007, Los
Beatles, entre otros. Composiciones románticas de hermosa melodía pudimos
disfrutar con Ding Dong, Corazón
Contento, Esto es el Amor, Zapatos Rotos, Hoy lo supe, Como te Extraño,
Estelita, Hoy Corté una Flor.
No fui un estudiante excelso; sin embargo, en cuarto y
quinto año, se acentúa mi curiosidad por el conocimiento y cualquier tema me
importa por igual, con tendencia encauzada hacia la búsqueda de respuestas de
la fenomenología del mundo físico natural. Recuerdo cómo disfruté con la
lectura de una de las grandes novelas de la literatura soviética del siglo XX
con “Así se templó el acero” de Nikolai
Ostrovski, con fuerte dosis de socialismo, que generosamente me obsequió Alex
en una de sus visitas vacacionales a SB para que me iniciara en tal estilo
literario; el arrojo de Pável y su disposición al trabajo por la edificación de
la patria naciente en el nuevo modelo social, me impactó durante tal época
adolescente.
Amigas y
amigos por siempre
Para Paola y Lenna
De las compañeras de clase de aquellos tiempos de mocedades
conservo la grata imagen de mis queridas amigas Elida Puche, Nilda Boscán y
Zenaida Sánchez en los primeros años de bachillerato. Elida destaca en mi
memoria por sus sinceros sentimientos de amistad incondicional; persiste su
hermosa sonrisa y agradable tono conversacional. Amigas que emigran tempranamente
de SB hacia otros lares y dejan un vacio en mi alma adolescente, y aunque al
principio nos carteamos, el tiempo disipó esos lazos hasta convertirlos en
imperecederos y hermosos recuerdos. Algo similar sucede con Alex y Néstor
cuando emigran a Maracaibo a proseguir sus estudios de bachillerato y
universitarios, con la diferencia de que el tiempo ha consolidado nuestra
hermandad. Así que, en este primer ciclo del bachillerato, mis mejores amigos que
emigran por necesidad o en búsqueda de mejores derroteros, dejan un vacío en mi
alma juvenil, y poco a poco surgen y se consolidan nuevas amistades, y aparecen
excitantes inquietudes.
Con nostalgia también recuerdo la imagen de Egly Marisela
durante el final de cuarto y todo el quinto año de bachillerato, cuando la amistad
sincera que le profesaba de repente se trastoca en efervescente y apasionado amor
juvenil. Ocasión esa en que la llama se
aviva, mi química se revuelve, las emociones me invaden, los sentimientos me
aturden, y la imaginación monta su teatro. Sentires que causan una conmoción profunda
en mi ser interior; eran nuevos y desconocidos, me aparecen hormigueos en el
estómago, nudillos en la garganta, palpitaciones, sudoraciones, fiebres desconocidas
y deseos sublimes. Ella se convirtió en el centro de mi atención; llegaba
temprano al colegio para verla bajar del bus que la traía desde su pueblo, intervine
más en clase para lucirme, cada día sacaba mas filo al pantalón, alisaba bien el
cuello de la camisa del uniforme, y los zapatos de planta ancha relucían desde
la noche anterior. Vi con mayor frecuencia mi imagen en el espejo; peinaba y
repeinaba repetidamente mi pelo crespo, y a fuerza de cepillo y agua aplacaba cualquier
mechón que se resistiera. A escondidas eliminaba los primeros brotes esporádicos
del bigote que se asomaba a fin de adecuar mi lampiña faz. Invocaba la magia
para que los viernes no llegaran y que los lunes desplazaran los sábados y domingos.
Los palos de aguas no impedían mis pasos al liceo y los gripones lo soportaba
sin refunfuñar. Se agudizó mi sensibilidad por las melodías de Leo Dan, Palito
Ortega y Leonardo Favio, ahora sí entendía sus letras, sus notas permeaban y
erizaban mi piel, parecía que las hubieran escrito para nosotros. Frecuenté mas
la Heladería de la Señora Luisa del Paseo Colón buscando sus entonaciones en
los espacios de la Rockola Wurlitzer. María y Las Aventuras del Joven Werther las devoré en un santiamén escrudiñando felices
similitudes con mi caso. Mi cuitas permanecieron disimuladas; Néstor y Alex sólo
atendieron algunas cuando regresaban en vacaciones. Hubiese querido tener a mis
confidentes cercas, atender sus sugerencias, imitar sus pasos; ya Alex se había
iniciado en estas faenas románticas con Gladis, y Néstor con Josefa; ya les
veía soltura y disposición para acercarse a las muchachas, sin vacilar. Con
Alex había experimentado como abordar la casa de su chica amada cuando
infructuosamente fuimos a buscarla al Caracolí después de semanas de ausencia.
Néstor hablaba de su Josefa, la acompañaba al colegio, le esperaba, le hacía
obsequios y le escribía hermosas cartas de amor; Alex ya se había estremecido
en los brazos de la suya, y sentido sus juveniles labios. Yo me sentía en
pañales frente a la seguridad mostrada por mis amigos.
Creo que Egly jamás se enteró del sublime sentimiento que le
profesaba. A esa edad carecía de astucia para agradar, impresionar a las
muchachas, llamar su atención; desconocía el apasionante arte de seducir, enamorar.
Sentía que me faltaba locuacidad para transmitir con claridad mis ideas, la
garganta se me anudaba en público. No me atrevía ni a piropear a mis amigas,
por muchos ensayos previos que hiciera sobre lo que les pretendía expresar. Peor
cuando traté de hacerlo con Egly; en cuarto no pude, en quinto estuve a punto,
y nada. Pensaba mil veces lo que quería decirle y siempre inventaba una bendita
excusa para no hacerlo, lo dejaba para el siguiente día, quería pulir más el
discurso, lo afinaba y cuando casi la decisión ya era impostergable, simplemente
no podía. La timidez siempre fue mi defecto principal. Claro que conversamos
muchas veces, disfrutaba con sus comentarios, sus ocurrencias, su locuacidad,
de su sincera amistad, pero hasta ahí me atrevía, el siguiente peldaño se ponía
escabroso cada vez que intentaba ascenderlo; sólo podía conversar de estudios,
sentí que ese era mi fuerte, mi gancho y lo utilicé. Me volví buen estudiante,
me gustaban las ciencias, tenía destreza para la matemática y la física; me apasionaban,
las entendía rápido y bien. Eso me sirvió de ascenso académico y gané respeto entre
mis compañeros; me lucía explicándoles de noche en la Plaza Bolívar y en casa
de Albita Castillo. Por supuesto que esa habilidad me acercó a Egly, pero la
conversación se me iba por la tangente; que si resolviste el problema 232 de Navarro,
que si el balanceo de Irazábal me pareció sencillo, que al fin entendí la ley
de mallas de Camero y Crespo, o que se me hizo difícil resolver el sistema de
ecuaciones por determinantes, pero lo logré ¿y tú?...te ayudo. Hasta ahí; simplemente,
no pude. Tampoco pude lucirme en público explicando frente a Egly; era
imposible, vivía en Santa Cruz. Cuando se quedaba en SB en casa de una de sus
amigas y me enteraba, salía a la Plaza con la esperanza de verla. Algunas veces
acerté, pero no pasó de un leve saludo, una simple vuelta a la plaza en su
compañía. Con la culminación del bachillerato todo se esfumó. Solo quedó un
grato recuerdo producto de la osadía del enamoramiento. Se celebraba la semana
del liceo y se les hizo una atención a los graduandos, en especial a las
muchachas de mi sección. Varias fotos se les tomaron al grupo completo, y en
una de estas aparecía quien me tenía el alma alborotada. Bendita casualidad,
fui a dirección y estaban mostrando las fotos al profesorado en ese momento; no
recuerdo cómo, pero la que aparece abajo
la sustraje del paquete. Hoy en día es primera vez que se hace pública para
avivar los recuerdos de aquellos gratos momentos de vivencia juvenil.
De izquierda a derecha: Sohanny Bassas, Egly García, Alba Castillo, María Clara Decán, Darío Novoa Montero, Graciela Decán, la Novia del Liceo, Blanca Ramírez y Rosa Sánchez. En el centro el Dr. Darío Novoa. Se celebraba la Semana del Liceo en 1970.
El acto de grado
Para Naya
Con días borrascosos y plena ausencia del Chubasco de
Santa Rosa, lució la semana culminante de agosto; conspicuas nubosidades
calurosas y sofocantes, tintineo persistente e indetenible en la techumbre del
rancho, atmósfera aromatizada a tierra humedecida de rocío invernal, lodazal
resbaladizo en el patio y la calle, puentes improvisados desde el enlosado del
rancho al tubo para salvar el charcal estancado. A pesar de los presagios
sustentados en previas ventiscas de la
semana, el tan esperado día del Acto de Grado de Bachiller, en los albores de
aquel septiembre de la séptima década de mil novecientos, se distinguió por su
inusual transparencia y soportable sofocación. Vestigios de lodazal permanecían
en la extensión de la calle El Tubo al son del pitazo despuntador de los
primeros destellos del alba y aún no había completado el traje para tal evento
académico; meses antes, mi apreciado amigo Néstor me había regalado un paltó
gris de solapa entrecruzada con hilera doble de botones de obligado uso en sus
divertimientos en Maracaibo, pero a pesar de los múltiples ensayos realizados
no lograba disimular el abultamiento pecho de paloma que se formaba entre mis
hombros. Mi salvación fue mi hermana Ara, quién generosamente me obsequió de
regalo de grado un hermoso traje de dracón verde elaborado a la medida en la
sastrería del Señor López donde trabajaba, cancelado a cuotas con copioso
sacrificio de su irrisoria paga semanal. Faltaba la corbata y la camisa, y a
última hora de la tarde el Señor Víctor, munífico vecino español del lado de
nuestra casa, me obsequió el dinero para comprarlas.
Pertenezco a la segunda promoción de egresados en 1970
del liceo “Comprensivo” Francisco Javier Pulgar. La tarjeta de invitación al acto se muestra a continuación.
El reluciente escenario del
Teatro San Remo fue escogido para la entrega de Títulos; acto realizado con
toda la pomposidad que el caso ameritaba con la presencia de nuestro padrino
Darío Novoa Montero, insigne investigador, médico, escritor y profesor ad
honorem de biología de nuestra institución; quién leyó el artículo publicado en
su columna semanal del día domingo 11 de septiembre en el diario católico El
Vigilante de la ciudad de Mérida y cuyo recorte había entregado a cada ahijado
en sobre postal cerrado, donde nos arengaba con las siguientes frases
aleccionadoras para encaminar nuestro próximo devenir estudiantil:
“Palabras pronunciadas por el Dr. Darío Novoa
Montero.
Padrino de la Promoción de Bachilleres del Liceo Comprensivo “F.J. Pulgar”,
(Año 1966 - 1970), durante el Acto Académico de Graduación, en San Carlos del
Zulia el 12 de Septiembre de 1.970.
Para que el
Distrito Colón llegara a producir cerca del millón de litros de leche por día
necesitó de una labor continua que se acerca a los 30 años, comenzando por unos
pioneros que vinieron del norte del Estado desde hace poco más de un siglo.
Pero para que el Distrito Colón haya llegado a producir una Promoción de
bachilleres ha necesitado casi 60 años.
Aquí presentes
están muchos que conocen esta historia. Quizá alguno formó parte de los núcleos
de alumnos que iniciaron el proceso de instrucción de nuestro medio. Entonces
una maestra en plena pubertad comenzó a enseñar a leer a muchos niños. Se
llamaba Carmelita Roldán Portillo.
Entre ese
momento trascendente de Carmelita Roldán y la inauguración del actual Liceo
pasaron casi cuarenta años. Muchos de los que me escuchan conocen el
“viacrusis” que ha venido recorriendo nuestra casa de estudios desde su
nacimiento y de las dificultades que actualmente enfrenta. Pero todo ello se
pone a un lado cuando la alegría de graduar la Segunda Promoción de Bachilleres
ocupa la atención de todos nosotros.
Este Acto tiene
el significado de una gran síntesis para un gran pueblo. Como cuando se toma
una tonelada de pechblenda para obtener un gramo de uranio, representado. Y la
alegría nos contagia y, nos hace pensar que ese gramo de uranio, por estos 32
muchachos, tiene que liberar la energía suficiente como para modificar
grandemente a esta comunidad del Sur del Lago. Necesitamos que la labor de la
mayoría de estos bachilleres, una vez hechos profesionales, se desarrolle, por
lo menos durante cierto tiempo, en este medio, de modo que entreguen a la
Comunidad, que todo les ha dado, gran parte de lo mucho que cada uno pueda
realizar.
Como Padrino de
la Promoción quiero dejar constancia de este pedido mío, como una súplica sincera, como alguien que dedicó un gran
trozo de su vida a esta región, de quién dedicó los ochos primeros años de su
vida profesional a esta Comunidad, no sólo como Médico sino como profesor de
ustedes, recolector de palabras, hábitos y medicamentos populares, defensor de
sus bellezas naturales y romántico contemplador de su gentes.
El hombre no
llega a la plenitud de hombre, a esa síntesis que se ha dado en llama
“hominización” mientras tanto no se
convierta en un ser socialmente
integrado a una comunidad. Como producto que somos de ella (y ya les he dicho
que ustedes y yo somos productos de esta comunidad del Dto. Colón), tenemos un
compromiso adquirido y una gran responsabilidad, pues, por fuerza, hemos de
convertirnos en modificadores de cosas, en constructores de estructuras nuevas,
y correctores de las ya existentes, no buscando al hacerlo nuestro beneficio
exclusivo, sino tratando de que todo resulte en provecho del Conjunto
Social en el que estamos integrados.
Quiero poner muy
en claro aquí ante ustedes ( y ojalá que la alegría del acto que celebramos no
les impida fijar profundamente la idea), quiero dejar muy claro, repito, que el
mundo evoluciona irremisiblemente hacia nuevas formas donde va quedando a un lado
el hombre opresor del hombre, el exprimidor de músculos, y el aprovechador de
cerebros en beneficio propio. Por otro lado se está levantando la máquina
creada por el hombre, y vemos que cada día adquiere mayor refinamiento, hasta
el punto de que intenta deshumanizar a su creador. Es la “cibernética moderna”,
que crece en forma desmedida, es como si el hombre se comenzara a comer a
mordisco a sí mismo. Quiero destacar ante ustedes que ahora comienzan un camino
lleno de augurios, que su posición ha de ser de vanguardia en cada momento,
pero siempre sin perder el carácter humano de sus actos. Los hombres se hacen
“trascendentes” cuando siguen siendo después de su desaparición física. Siguen
siendo a través de las gentes que los llevan en su memoria, que sienten su paso
en los actos, o que aprovechan su labor realizada, tanto física como
intelectual.
Ustedes queridos
ahijados buscan un camino en la vida. Recuerden que “camino y realización
humana” son un todo unitario. Es “hacer camino al andar” de que nos habla
Antonio Machado y que de tanto repetirlo casi parece un lugar común. Me cabe la
alegría de cuando pasé ratos compartidos con ustedes durante mi labor docente
como profesor de Biología ayudé a que vislumbraran ese camino. Quizá el
movimiento emotivo suscitado en ustedes por esa formación que quise darle, los
llevara a distinguirme como Padrino de la Promoción que ustedes forman. Eso me
llena de profunda alegría, me llena de satisfacción y hasta alaba mi
vanidad. No puedo dejar de confesarlo.
Que este sea mi
mensaje concentrado hacia ustedes: es el trabajo y el esfuerzo personal
continuo y tenaz el que hará de ustedes unas personas útiles. Así lo sintetizo:
“Trabajar
significa vivir con alegría
y manifestar esa profunda fe en lo humano,
que hace en que en
todas partes realicen nuestras manos
lo que fue
concebido por nuestra fantasía.
Y si somos
hormigas de una misma cueva,
el estar y
convivir en ella ha de llevarnos,
a sentirnos
unidos, querernos y abrazarnos,
para que la Gran
Patria tenga una estrella nueva.
Marcharemos así
hasta la última meta,
donde la raza,
la religión y la política,
formen entre sí
un todo, que cual un cometa.
En ese
resplandeciente cielo de futuro,
vaya dejando la
gran estela monolítica,
de paz,
concordia, comunión y amor, que auguro.
¡Buena suerte, muchachos! ”
Dado a conservar los elementos que marcaron profundas
huellas en mi ser estudiantil, conservé este recorte de prensa hasta hace poco
tiempo, aunque después lamentablemente se traspapeló entre tantos materiales
utilizados en mi desempeño profesional. Varias veces lo extraje de su sobre de
resguardo con pinceladas sepias que atestiguaban su perduración temporal y lo
desdoblaba con sumo cuidado para releerlo con animosa pasión. Su mensaje, lleno
de valores, caló tanto en mí, que perfiló parte
de mi actuar por el sendero de la existencia. Sin duda, este mensaje
deja sentado la faceta humana de un profesional a carta cabal comprometido con
su pueblo; donde resalta, con su visión política, “que el mundo evoluciona irremisiblemente hacia nuevas formas donde va quedando
a un lado el hombre opresor del hombre, el exprimidor de músculos, y el
aprovechador de cerebros en beneficio propio.”; donde nos invitaba y nos
comprometía a seguir con su ejemplo a convertirnos “…en modificadores
de cosas, en constructores de estructuras nuevas, y correctores de las ya
existentes, no buscando al hacerlo nuestro beneficio exclusivo, sino tratando
de que todo resulte en provecho del Conjunto Social en el que estamos integrados”, a
trascender “haciendo camino al andar” en
los mismos espacios de la Comunidad Sur del Lago que nos formó en los primeros
saberes universales, partes de los cuales él mismo no los impartió con
magistral exposición.
Una espléndida foto que recoge tan singular instante
de nuestra vida académica juvenil en el Sur del Lago aparece publicada en la
excelente obra gráfica “Historia del Sur
del Lago y su Gente” de Manolo Silva en el capítulo Educación, página 114,
aunque fue erróneamente referenciada como “Estudiantes
egresados del Instituto de Comercio Libertador...”; donde poso de segundo a
la derecha en la fila del segundo plano
del grupo de graduandos. Estampa donde aparece Alirio “Circuito”
Ramírez, remoquete ganado gracias a una ocurrencia al pretender resolver un
circuito eléctrico sin solución aparente; Neiro Balbuena, Danny Amesty, Herrera
el más chistoso y ocurrente del curso; Pedro Escalante, Hernández, el amigo
Aníbal Sarcos, Romero, Abelardo “Yayo” Barrios, Egly Marisela García Ramírez,
los hermanos Carlos Elpidio y Tito Díaz, García el político militante de URD,
Alba Castillo, Blanca Ramírez, Rosita Sánchez, Luis Ángel Aguirre Echeto, Roger
Canadel, Widmer Gil, Alcántara, Nuñez, las morochas Boscán (Graciela y …) de
delicados maquillajes e impecables vestir con cortas minifaldas que
contrastaban con la falda extra larga de la árabe Sohany Bhassas; y otros
compañeros, que el infalible transcurrir del tiempo por los senderos de la
cuarta década de recuerdos, impide precisar sus nobles apellidos.
Los treinta y dos Bachilleres frente al Cine San Remo. Foto de Manolo Silva.
Sección derecha de la foto anterior.
Orlando Escalona (izquierda), Rosa Sánchez (centro) y Luis Hernández (derecha).
Cine San Remo donde se celebró el Acto de Grado. Foto cortesía de Héctor J. Bermúdez A. en Relato de mi Vida y mi Pueblo.
La noche del mismo día se realizó la celebración del grado en el Club Huasipungo, el mejor y único del pueblo, con la mejor orquesta del Zulia, de moda en aquella añorada época estudiantil: Nelson Enríquez y su Combo (https://www.youtube.com/watch?v=oj3fLoXzTeA). Tal como se muestra en ese video, sonó la orquesta esa noche.
Conformamos en quinto año una sección privilegiada por
el trato proporcionado por los directivos del Liceo a los graduandos, al
asignarnos el único salón con aire acondicionado de las instalaciones
educativas, lugar donde antes funcionaba la biblioteca. Creo que, además de la
falta de espacio, influyó de sobremanera el que varios estudiantes fueran hijos
de connotados hacendados de la región. Entre el grupo de docentes recuerdo con
nostalgia y cariño a Vitelio Guerere, quien a pesar de su condición de profesor
no graduado se desempeñaba con destreza pedagógica en el proceso de enseñanza y
aprendizaje de la Matemática y la Física, y estimuló con adecuadas
orientaciones mi inclinación hacia el estudio de los saberes científicos. ¡Al
apreciado profesor y amigo Vitelio agradeceré por siempre su sapiente atención
incondicional a mis incipientes interrogantes cognitivas!
Capítulo III
Por campestres caseríos
ferrocarrileros
La línea férrea
En 1952, el Sur del Lago era eminentemente rural,
donde prevalecía la “máquina pasajera”-parafraseando a Antonio Aguilar- como
medio de transporte de carga y personas. Un largo tramo de 60 kilómetros de
longitud, con rieles de acero y durmientes de madera cuidadosamente arreglados,
acostados en horizontal sobre la planicie sur del lago, se extendía para
establecer y afianzar la unión de dos incipientes poblaciones cercanas, con tecnología
vial importada de Francia y Alemania. Aún
existía para ese año, el Ferrocarril Nacional de Santa Bárbara que transitaba
la vía férrea desde Santa Bárbara a El Vigía, pasando por estaciones
intermedias que dieron origen a caseríos bautizados con nombre numeral desde la
primera estación a orillas del Río Escalante. Los caseríos El Dieciocho, El Veintidós,
El Veinticuatro, “El Treinticinco”, “El Cuarentiuno” y “El Cuarenticinco”, entre
otros, ya habían alcanzado todo su esplendor con sus desarrollos poblacional y
comercial por ser estaciones obligadas de embarque y desembarque de personas e
intercambio de mercancías a lo largo de la vía. El ferrocarril se inauguró el 28
de julio de 1892, en acto realizado en Santa Bárbara, para facilitar el
intercambio mercantil entre el Zulia y las regiones andinas; sometido a las
inclemencias del tiempo, las arremetidas del río Chama y el terremoto de 1894,
casi deja de funcionar, pero fue repotenciado y reinaugurado a finales del año
1919. Alrededor de 1955 se silencian los pitazos que anunciaban su llegada a los
caseríos contiguos a la vía y las esperas se vuelven interminables, infinitas;
desaparece el bullicio en las estaciones, sólo quedaron agrestes añoranzas de
intrépidos buscadores de rieles, traviesas y vagones abandonados en su sendero
ferroviario, con la pretensión de reconstruir semblanzas de aquel pasado que
perfiló sus vidas infantiles. En enero de 1950, desde
El Vigía, empieza a extenderse a trazos y paralela a la vía del tren, la
primera carretera de asfalto hasta penetrar en Santa Bárbara en diciembre de
1952. El tren fue definitivamente desplazado por el carro, y sus rieles por el candente
asfalto; su sonoro silbato por la aguda bocina, el negro carbón mineral por la
enérgica gasolina, las estaciones en caseríos por paradas en bocas de
camellones; los incómodos vagones por espacios más confortables; el ruido
metálico de ruedas sobre rieles por silenciosas explosiones del motor a
gasolina. Nacía una nueva época bajo la imposición de la tecnología automotriz
con la firme esperanza de un desarrollo sostenido para el Sur del Lago.
Días aquellos cuando mis padres estaban residenciados en el
caserío ferroviario El Veintidós. No obstante, fue en el Batey, pueblo cercano a Caja Seca por el eje vial de
la Carretera Panamericana, dónde se encontraron, conocieron y comprometieron
para vivir en pareja y dónde adquieren una humilde casita de bahareque y techo
de palma real. Posteriormente, en búsqueda de otros derroteros que afianzaran
sus futuros, se trasladan a la Hacienda La Glorieta en los alrededores de Santa
Bárbara del Zulia y luego emigran a El Veintidós para hacer vida por los
caseríos y fincas aledañas a la vía ferrocarrilera, donde precisamente nací. Cuando
tenía alrededor tres años regresan de nuevo al El Batey, y a consecuencia de un
inesperado evento familiar emigran al caserío El Cuarenticinco, de dónde parten
para Mene Grande a casa de la Tía.
Al llegar al Veintidós (Latitud:8.825239 grados, longitud: -71.829407 grados) se
residencian en casa de la familia Carroz; Zenobia Carroz sería mi futura
madrina y Ramón, su hermano, mi padrino. Durante esa corta etapa de transición
del ferrocarril al vehículo automotor, y siendo martes en la noche del 19 de
febrero del año 1952, se celebraba la fiesta de carnaval en la calle principal;
desde su cuarto, Mamá podía escuchar la música y seguir el desarrollo del acto
de enrollar y desenrollar la cinta de Sebucán en los alrededores de la casa, en
pleno trabajo de parto asistido por la comadrona del sector. Eran las nueve de
la noche cuando Papá se dio por enterado del nacimiento de su primogénito
después de irrumpir en llanto por la obligada nalgada de recibimiento al mundo
de parte de la asistente del parto. En brazos de Mamá, con cuidado Papá
escudriñó el pabellón de mis orejas en búsqueda de cierto sello genético de la
familia Escalona; por supuesto al encontrar las ineludibles “tetillas” detrás de mis orejas, quedó
convencido de su paternidad. En ese lugar nací y permanecí por un par de años
bajo los cuidados de mis queridos padres y los arrullos de mi hermana Aya. Una
hinchazón general en todo mi cuerpo a los quince días de nacido casi me saca de
tal, inimaginable hoy en día, escenario campestre; papá, en sus recordatorios,
siempre agradecía los sabios servicios del Doctor Depol, médico de Santa
Bárbara, quién me diagnosticó y curó en forma efectiva el reumatismo crónico
que me había “picado” en ese momento;
a partir de entonces crecí sin mayores complicaciones de salud, excepto el asma
que mantuve hasta los doce años, con crisis recurrentes que me molestaban por
cortos periodos de tiempo. Cómo era costumbre en el campo, también formó parte
de mi alimento infantil el atol de leche con harina de plátano verde
deshidratado al sol y molido manualmente.
Mis Padres
Papá, Jesús Escalona Cortéz, era un humilde campesino
afrodescendiente de piel oscura, curtida con la inclemencia de las continuas exposiciones
a la lluvia y el sol durante las jornadas diarias, desde las primeras horas del
día hasta el languidecer de la tarde. Era nativo de la tierra de los más
hermosos crepúsculos de país, Lara; Sanare le vio nacer el cuatro de marzo de
1909. En plena juventud emigró al Sur del Lago, se alista para cumplir con el Servicio
Militar y al salir del Cuartel se instala en El Batey cerca de Caja Seca en el
eje vial Panamericano, donde trabajó arduamente en las zafras de la caña de
azúcar del Central Azucarero. Asimismo, trabajó por una temporada de “caletero” en algunas piraguas accionadas
a motor y velas por las costas orientales del lago de Maracaibo. Recuerdo sus
narraciones por esas aguas lacustres y el manejo con soltura de la terminología
fluvial del babor, estribor, proa y popa relativa a las embarcaciones y de las bregas
con las velas durante los encuentros con las tormentas y “mangueras” durante las travesías por el lago.
En el Batey coincidió con María Evelina Toro (Trejo),
nuestra querida madre. Mamá nació en el año 1916, un 20 de agosto, en el
pueblito andino San Cristóbal de Torondoy ubicado en el eje vial panamericano,
cerca de Caja Seca. Viaja al Batey en plena juventud a desempeñarse en oficios
del hogar en casa de la Doctora en medicina Ida de Petkoff, madre del político
Teodoro; su compromiso era atender y cuidar a los pequeños Teodoro y Luben,
bajo la estricta normativa familiar búlgara; cuando en 1935 llega al hogar de
la familia Petkoff, los hermanos tenían dos y tres años, y mamá acababa de
cumplir los diecinueve años. Durante un lustro trabajó en casa de la doctora
Ida.
Papá, por su prolongado desempeñó como obrero del campo, tenía
conocimiento de la preparación de la tierra para el cultivo del plátano y el cuidado
del ganado; muchas cuadras y hectáreas de tierras del Sur del Lago quedaron rotuladas
con la fuerza de su trabajo muscular durante
el derribo de majestuosos y enormes árboles de ceiba, cedro, lara y apamate
para el acondicionamiento de los potreros; así como, con el tendido de incontables
varas o kilómetros de cercas de alambre de púa tensado sobre estantillos de guayacán
para que perduraran en el tiempo; la totalidad de su juventud la consumen los labores
en tierras ajenas para el disfrute económico de sus dueños; siempre fue mal
pagado y explotado con malsana alevosía su inquebrantable humanidad; varios
apellidos surgieron y prosperaron por la vía férrea con el esfuerzo, dedicación
y cumplimiento servil de mi querido viejo; su nobleza, esculpida con el duro
desempeño en el campo, le impidió tomar conciencia de tan cruel agravio a que
fue sometido para beneficiar a sus patronos. Indiferente a esto, por las tardes
afilaba cuidadosamente el hacha y los machetes en la piedra de amolar hasta ver
los filos relucientes, para la faena del siguiente amanecer; al despuntar las
primeras luminiscencia del alba, con el típico traje de campesino estampado de manchas
de plátano verde, con sus taparas con agua de lluvia y jugo de panela con limón
a la cintura, vianda en mano con el avío del día y su mejor gancho de chimó
andino, con hacha y machete echados al hombro, se enrumbaba al monte a
continuar sus compromisos laborales, que siempre cumplía a cabalidad. El
ejercicio del diario ajetreo en el campo hizo de Papá un hombre sano y fuerte
hasta la tercera edad; sentado en sus piernas, me deleitaba apreciando sus pectorales
y bíceps extra desarrollados.
La
cédula de Papá.
Su pericia en el cultivo y asistencia técnica a los platanales,
producto de su experiencia fraguada con los hilos de su sudor, se hacía sentir
en cada recolección semanal de las cosechas en las fincas de los sectores de Janeiro,
Caño Blanco, Cuatro Esquinas, El Chama, El Chivo, "El Treinticinco", "El
Cuarenticinco", por mencionar algunos; sabía de la separación óptima entre
las matas, de cómo elegir la mejor cepa para la siembra en creciente que
optimizara la cosecha, del deshoje para quitar la majagua inservible, de cuál
fertilizante usar para incrementar el rendimiento, y de cuando cortar el racimo
para su impostergable distribución.
Papá se distinguió durante su juventud por el uso perenne del
sombrero tipo borsalino de fieltro azul o gris, el pantalón de gabardina azul o
lienzo blanco, la camisa manga larga remangada a medio brazo y los zapatos
bicolores blanco con negro a la usanza de la época, para sus salidas semanales
a El Vigía o Santa Bárbara desde el caserío o la finca de turno donde laboraba;
tal estampa la avizoro también en una fotografía juvenil retocada por el tiempo
en color sepia, tomada durante uno de sus peregrinajes por Maracaibo. Entrado
en años, nunca prescindió de sus irremplazables compañeros de viaje: el
sombrero y el gancho de chimó. Fueron dos sus canciones preferida, las que
medio entonaba cuando tenía tres cervezas encima : “Cabeza de hacha” de Noel Petro y “Yo vendo unos ojos negros” al estilo de Nat King Cole.
Papá.
Mamá.
Mamá siempre le acompañó en el campo con su oficio de
cocinera; a las cuatro de la mañana de los días laborables se levantaba al son
del reloj a preparar la primera taza de café, el desayuno de papá y el de los
demás obrero de la finca de turno. El
humo del fogón de leña hizo estragos en su frágil humanidad durante su juventud
y le costó un enfisema pulmonar en su tercera edad; sin embargo, ignorando
posibles males posteriores se desempeñaba con soltura y responsabilidad en los oficios
domésticos. Como amante de los animales y consciente de su utilidad, no le
faltaba el “patio de gallinas” y el
par de cochinos para el consumo. Diferentes platos en base a carnes frescas y
saladas de animales de monte preparaba para los obreros, desde araguatos hasta
cachicamos, báquiros, piropiros y lapas, cazados por los obreros bajo el amparo
de la tenue luz del plenilunio, y la pólvora de la escopeta; aunque ella nunca
los consumía.
Cédula de Mamá.
Aparte de mis hermanas Yoli (Aya) y Eliconida (Conía), Mamá
tuvo tres hijos más, Tulio, Ramón y Norma, que lamentablemente fallecieron
producto de las condiciones infrahumanas de la vida del campo. En aquella época
no era fácil criar un niño sin las complicaciones de las enfermedades tropicales
más comunes. Recordaban con mucha tristeza mis viejos, cómo falleció Ramoncito
cuando vivíamos en el Batey: “Era un robusto
y hermoso niño que llamaba mucho la atención, pero bastó la fuerte mirada de
una persona que sin querer le echó maldiojo; fue maldiojo del fuerte, del negro
porque le “voltió” el cuajo; se sabía que era del negro por el vómito oscuro
como la hiel, porque el niño no duró ni un día a pesar de los rezos y las sobas
de la curandera del pueblo”. Así fue, Ramoncito con un año de nacido duró
escasamente dos o tres días con fuertes vómitos y diarreas; lo más probable es
que se haya deshidratado, pero en aquellos tiempos y lugares retirados de los
centros más poblados, era imposible una oportuna y eficaz atención médica
especializada. Normita, la menor de mis hermanas, falleció antes del año de la
misma manera en el caserío “El Cuarenticinco”. Para entonces, yo era un párvulo
de cinco años. Después de estas irreparables pérdidas familiares, Mamá
convenció a Papá de emigrar a Mene Grande antes de que sus otros muchachos
también se enfermaran, pero en realidad en el fondo imperaba la necesidad de
salir del campo en búsqueda de una adecuada educación para sus hijos.
Yoli Margarita del Carmen parada a
la derecha con la
colección de algunos potes de leches
consumidos.
Orlando
Benito en uno de los modelos de caballito de la
época.
Caseríos ferrocarrileros
De los caseríos de mi infancia, añoro las dos hileras de
casas de bahareque con herrumbrosos techos metálicos doble agua del, hoy en día
desaparecido, “Cuarenticinco”, dónde permanecimos durante varios años antes de
emigrar a la Costa Oriental del Lago. Gratas remembranzas de los camellones
engransonados conservo con fidelidad, las persecuciones a las bandadas de mariposas
monarcas por los potreros aledaños, el carrito de cuerda de “carreto” rodando bajo el alero de la
casa de tablas verde donde vivíamos, el sorpresivo descubrimiento de la aguja atraída
por el imán de un viejo dinamo encontrado en el patio, la elaboración de
rebaños de ganado con taparitas jojotas con patas y cachos de palitos; los eventuales
acompañamientos a mi Papá a realizar las compras semanales en El Vigía, los
correteos al pasar frente al cementerio a las cinco de la tarde por el pavor a
los espantos y “aparecíos” cuando
asistía con mis hermanas Ara y Aya a nuestra primera escuelita en el caserío Los
Cañitos. Las caminatas bajo el amparo sombreado de los platanales de Cuatro
Esquinas, tratando de descifrar el nacimiento de las acequias de regadío, y las
consiguientes observaciones del proceso de transformación de los renacuajos en
sus turbias aguas. La interminable espera, en la finca San José, por la
maduración del racimo del jugoso guineo blanco, el morado o el exquisito bocadillo
para su deguste directo en la mata; el saboreo in situ del blanquecino y fresco
néctar de la guanábana madura; ni se diga de los mangos y las ácidas pepas de mamón
a pesar de las consabidas “dienteras”,
así como el gustazo de saborear la disolución ensalivada de la tela terciopelo
de la pepa de guama después de largos minutos de brega para rescatarla de su dura
y verdosa vaina de resguardo; el salpique de las transparentes y frescas aguas
durante el baño en el caño de la finca y el intento de atrapar los diminutos
peces en sus orillas. Del laborioso trabajo, día a día, del entramado del nido
por la diminuta “chupita” y del
seguimiento directo de la eclosión de los polluelos en su lecho y de su
posterior evolución, desde el emplumar hasta el logro de tan peculiar e
inigualable capacidad de vuelo. ¡Cómo disfruté, a campo abierto, del vistoso
colorido del plumaje de las aves y de la diversidad de tonalidades de sus agudos
trinos al alborear la mañana!
La vida rural deslinda rastros vivenciales en mi memoria. En
aquel entonces, el silencio campestre de mi niñez incita la observación de los
procesos naturales; también me distraía en la tenue caricia de la brisa al
ramaje de las acacias, el salpique de la lluvia sobre el terrenal de las
fincas, los arrullos de las tórtolas entre las penumbras del platanal; con el
agudo e insistente concierto de la gallera acompasando los bramidos y cantares
del ordeño. Me embelesaba con el grave zumbido del cigarrón zigzagueando sus
espacios, el imperceptible aleteo de la chupita estacionada sobre el viento, la
metamorfosis multicolor de la floración a frutal. Destellos tempraneros del
relámpago silente y los estruendos estremecedores de las centellas caídas en
las plantaciones, incitaban mis interrogantes; arcos polícromos extendido en la
alta esfera protagonizando los cuentos de papá, alimentaban mi imaginación;
penumbras en camellones iluminados en noches de plenilunio durante visitas
vecinales, apaciguaban mis temores nocturnos; las transfiguraciones de las
blanquecinas nubes en rostros y figuras de animales diversos, entretenían mis
atardeceres, y de los ocasos escarlatas del sol poniente se nutrían mis
incipientes inquietudes por la naturaleza de la luz.
Los anocheceres incrementaban mis temores, pero también
agudizaban mis sentidos, cuando la cambiante sonoridad y los primeros destellos
surcaban el ambiente con el inconfundible canto del surrucuco, el estrepitoso
croar de las ranas, el último cacareo del gallinero, los agudos zumbidos de los
grillos del montascal. En simultanea, enjambres de cocuyos intermitentes
adornando el herbaje colindante, contrastaban con los destellos de la
ensombrecida cúpula; en tanto que, algunos peones colombianos, con la
oscurantina, revivían aparecidos de historias fantasmagóricas, el "leñador"
erizaba nuestra piel cuando Papá lo relacionaba en sus andanzas por el barzales,
y la "llorona" nos mandaba a recogernos temprano en las hamacas. Mientras
el rocío mañanero demarcaba el amanecer sobre las flores silvestres de los
matorrales e invitaba a la monarca a polinizar y obtener en paga su miel,
absorto seguía cómo se recogían las alargadas sombras escapadas de la arboleda y
del rancho, hasta la aparición del mediodía.
En tales agrestes parajes viví al natural
parte de la infancia y pubertad, exento de los incipientes adelantos tecnológicos
de la época, colmado del cariño, amor y comprensión de mis queridos padres, a
pesar de sus limitados recursos intelectuales y económicos; aunque con grandes
corazones llenos de ternura, bondad y sabiduría campesina que les daba
fortaleza diaria para superar las dificultades en sus humildes vivencias.
Las noches, indiferentes a la
rudimentaria tecnología eléctrica de los pueblos vecinos, no oscurecían por
completos sus cielos en las fincas donde vivíamos. Misteriosas fulguraciones
intermitentes presenciábamos en lontananza horas después del último vestigio
lumínico de la tarde; provenían del relámpago que titilaba como cocuyos en
matorral. Apostados en los corredores de
los ranchos presenciábamos sus resplandores silentes; por instantes, las nubes
se prendían y podíamos contemplar al Relámpago del Catatumbo. Papá nos comentaba que durante sus travesías
por el Lago de Maracaibo en sus tiempos de mocedades, el relámpago le servía de
compás al capitán para orientar la piragua entre las oscuras aguas lacustres. Aún, sus erráticas fulguraciones
intermitentes incitan su contemplación en las profundidades de la cuenca
lacustre; motivan al fabulador de historias a concertar tramas en el lindero de
lo indescriptible y al hacedor de prosa a plasmar sus encantos, al escudriñador
de secretos naturales a definir y modelar sus procesos; a enrumbar piraguas por
nortes requeridos en noctámbulas estampas. Las noches en predios surlaguenses siguen
siendo muy peculiares. Sombras intermitentes colman sus espacios terrenales
acompasadas de resplandeceres fulgurantes y silentes; retorcidas hebras
radiantes dibujan senderos atómicos vinculantes de procesos electrostáticos en
altas elevaciones atmosféricas; sus luces despedidas se fraguan en las
profundidades de nubes asomadas con intermitencia natural. Son oscurantinas
salpicadas de rayos y resplandores permanentes en las temporalidades de la
noche. Casi siempre, durante cada noche del año, el fenómeno ha deslumbrado con
su enigmática belleza a sus pobladores. Así ha sido y será, hasta que cambien
las condiciones que las originan. Ha sido así, desde los primeros
reportes escritos de aquellos viajeros de altas latitudes, pero, con seguridad
esta fenomenología ha extendido recónditas raíces en tiempos inmemoriales. Es el
relampaguear del Catatumbo, el Farol de Maracaibo. Relámpago primigenio desde
los subsecuentes acomodos de la corteza terrestre que circunda la cuenca sur
del Lago de Maracaibo. En antaño fue compás de bergantines y timonel de
corsarios enrumbado lago adentro; en hogaño aun cautiva su misterioso caudal
luminiscente. Diversa literatura se ha acumulado sobre sus míticos
orígenes y mucho esfuerzo especializado ha intentado modelar los procesos
naturales que internalizan sus profundas nubosidades; aún los físicos más
connotados se extravían entre sus intrincados secretos con aproximaciones de
orden cero. Ciertamente que tierra, agua, sol y vientos conjugan el entramado
que definen sus procederes.
A manera de epílogo
A
la semana del grado de bachiller acepté la generosa oferta de mi querida “Hada
Madrina” Tía Carmen: estudiar en Mérida. Previamente había hecho las
diligencias relacionadas con el ingreso a la Universidad de los Andes (ULA),
donde estudié Física con la especialidad de Astrofísica, ciencia dedicada a descifrar
los porqués en los cuerpos celestes de la inmensurable profundidad del
Universo. Después de mi desempeño como profesor ordinario en la ULA, hoy, al
cierre de este recuento, han transcurrido trece años desde mi jubilación. Mis
hermosas hijas y sin igual hijo, me han colmado de grandes satisfacciones
personales con sus múltiples manifestaciones de amor incondicional hacia mi
persona: Lenna Evelyn, Nayarit Darlene, María Evelyn, Emily Gabriela y Orlando Benito.
En el inventario temporal, la vida me ha colmado más de alegrías que de
tristezas. Soy feliz.
me identifique plena con esta lectura muy buena
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