Cuentos
que me contaron
de la
Vía Férrea
Orlando B. Escalona T.
Gregoria
Cabral
El Bebedero del Arcoíris
E
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Para Paola
l
viento acariciaba los cacheticos de Aya al vaivén del bamboleo del tren que la
llevaría al Veintidos. Jugueteaba feliz con las ráfagas intermitentes que
alborotaban las crinejas de Peti, su muñeca de trapo carisucia que había
logrado llevar consigo a escondida de mamá. De tanto sentir los batidos sobre
su cinturita se recostó en tan cariñosos brazos maternos.
De pronto, sintió que pegó un salto a través de la
ventana y desde un lado de la vía, veía la traza de humo gris ascendente que se
diluía con aquel tren de la mañana, traqueteando y esfumándose sobre los
rieles, mientras penetraba en el verdoso manto vegetal de la sabana. Ni una
pizca de temor sintió sobre su cuerpo. Cuando apretó contra sí los brazos
entrecruzados, notó la ausencia de Peti y la preocupación la puso en
sobresalto. Miró a hacia atrás y la visualizó haciendo maromas sobre uno de los
rieles, invitándola a seguir. Corrió
tras ella saltando entre los durmientes para atraparla, hasta que de repente la
detuvo el destello multicolor que la empapaba desde un lado del camino. El
resplandor zigzagueante desparramado en todas las direcciones la embelesó
tanto, que se sumergió entre sus tonalidades para alcanzar la fuente de su
origen. Un manto tornasol caía a pocas varas de la vía férrea. Su agua de luz
en ráfagas intermitentes la bañó por completo y observó con asombro que Peti
tomaba su colorido. Cuando trató de asirla entre sus brazos, se percató que sus
propios deditos destellaban los mismos pigmentos que volaba por los aires.
Contempló su reflejo en el fondo del cuenco de la pequeña laguna que recogía
los colores de la cascada, y notó también en sus cabellos las mismas tonalidades;
tenían tintes iridiscentes en franjas verticales como las que caían del cielo.
Aya era muy curiosa, y quería saber de dónde provenía
tanta belleza natural. Observó bien que el agua de luz que rebotaba en la
laguna, ascendía entre las nubes y formaba, a lo lejos, la más hermosa banda
multicolor de ordenados colores en franjas encorvadas como nunca jamás había
presenciado en su corto existir. Reconoció en el acto al arcoíris. Recordó la
historia que nos había contado Papá la noche anterior bajo la cúpula estrellada
de la finca de Janeiro, donde vivíamos en aquel entonces; acerca de la cascada
multicolor que nutría al arcoíris que rondaba las sabanas surlaguences aledañas
a la vía férrea. Era el mismo arco de pinceladas curvas, que Mamá nos había descrito,
trazadas en los altos cielos por su diosito para dar cuenta de su presencia; de
esa forma sutil se manifestaba en el mundo natural a través de la magia de los
colores y las formas geométricas en las mañanas avanzadas y atardeceres
rezagados, nos relataba. Nos contaban también, que el arco se mudaba de sitio a
lo largo de la vía para exhibir su hermosura en tiempos de lloviznas leves, y
que algunas muy pocas veces salían en pareja; entonces eran “arco” y “arca”,
decíamos nosotros. Otros decían que habían visto la pareja nutriéndose de la
misma fuente y que luego ascendían separándose hasta perderse de vista en otro
sector de la sabana.
Entonces Aya recordó un poco más de aquella versión que
nos habían comentado y empezó a buscar el arca con las monedas de oro que
contenía. No la desmotivó la otra historia que nos refería Luis Polanco,
nuestro cuñado wayúu, sobre el arcoíris de lengua multicolor de una inmensa
serpiente que vivía bajo tierra y que salía para espantar la lluvia, ¡no!, la
sedujo la primera.
Había escuchado
que se decía que no todo el mundo la podía visualizar, que algunos sólo
llegaron a la reluciente cascada pero no encontraron nada; otros, y que
intentaron buscarla en cada despliegue del arcoíris, pero fueron infructuosos
sus empeños. Decían que no era para todo el mundo, que sólo una conciencia
inocente podría acercársele para recibir algún tributo. Ella pensó entonces que
sí era para ella la fortuna que presenciaba, porque la podía percibir en el
fondo del estanque de colores. Así que introdujo su manita y cuando había
logrado atrapar tres de las monedas doradas y dos perlas nacaradas, sintió el
fuerte silbido que bien conocía y la mano cariñosa de mamá que le decía: “Mi niña llegamos, despertate que nos toca
bajar en esta estación”. Mientras se estiraba, notó que los colores de la
carisucia Peti lentamente se difundían por el aire, y que la palma de su manita
derecha apretaba fuertemente las monedas doradas de chocolate y los caramelos
“saca muelas” que mamá le había comprado antes de embarcar al tren.